Todos hemos
escuchado proezas sexuales en alguna conversación. Hasta, quizás, alguien las
haya vivido también. Las proezas sexuales siempre entran en el territorio de la
competencia, por eso de ser proeza. Cuatro modelos despampanantes, cinco adonis
de abdomen perfecto, 3 sin sacarla, por todos lados, hasta orgías imposibles o
una dinastía familiar como haber de coito. Entre muchas proezas que se dicen
por todos lados y no están todas las posibles. Las proezas se cuentan como
verdad, independiente que las mismas sean un resabio de imaginación, mucho de
deseo, alguna expectativa, el relato visto o escuchado o, lo aceptemos, en
algunos pocos casos, experiencias reales. Tienen el morbo de lo imposible –para
los demás- una suerte de performance
espectacular que, insisto, en ocasiones hasta puede ser verdad. Lo cierto es
que solo es proeza porque es excepcional, porque escapa del cotidiano para
sumergirse en el espacio sagrado del mito. No necesita ser verdad, necesita ser
contado como una experiencia que mezcla la historia con la leyenda. Es más se
cuentan casi ignorando al partenaire que la vivió –o la sufrió- que sólo se
completa con los atributos que realzan el relato. Como tal, son válidas no por
haberse vivido, sino por contarse y producen un efecto en los demás que se
asocia más al contador que a lo contado.

Así que sí,
seguramente todos hemos vivido proezas sexuales. Esas que no tenemos mucho para
contar pero que se inscriben como tatuajes en nuestra historia. Como el mapa
secreto que nos puede conducir siempre al placer compartido.