Hay cosas que producen fascinación. Como si algo mágico nos
hipnotizará o, simplemente, porque tenemos en nuestra cabeza una idea previa que
tiene mucho peso. Así, la figura de algo o de alguien nos genera tanta expectativa,
en la previa, que en el momento que, finalmente, podemos encontrarnos frente a
ello realmente, sentimos que el universo se hace presente. Está bien, en
principio que sea así. Es una de las definiciones de “fascinación”: atracción
irresistible.
Nos fascinamos por aquello que nos evoca algo y, sobre todo, por
aquello que creemos nos invoca, profundamente, a lo que sentimos como propio:
un deseo, una ambición, un pensamiento, una filosofía, un destino, un
sentimiento, una emoción. O, en ocasiones, la idea que hemos construido, aún
fuera de toda realidad, de aquello o de esa persona.
Ciudades, obras de arte, actores, experiencias, encuentros, paseos son
algunos de las tantas cosas que nos producen fascinación. Cabe aclarar que
estoy hablando de aquellas que se gestan en la mente previamente al encuentro y
no las que se desencadenan espontáneamente por un “tête-à-tête". Sin embargo, hay otra definición para “fascinación”: engaño o
alucinación. Aquí es importante actuar para prevenir y prevenirnos. En las
ocasiones, por ejemplo, donde la fascinación surge por una idea previa
idealizada y que creemos (aceptamos, actuamos) que debemos confirmar, casi a
toda costa. Así, no tiene valor lo que hacemos, decimos, sentimos o
experimentamos porque ya está traducido, previamente, a la emoción que debemos
sentir. No la dejamos fluir libremente. La fascinación es importante porque es
el reflejo, aquí y ahora, de una instancia de cooperación intensa y
actualizada.
En segundo lugar, tenemos que comprender –implica aceptar- que las
emociones son personales y por ello podemos no fascinarnos igual que el vecino,
ni que el resto de la humanidad. Que la vida es dinámica y por ello muchas
veces lo que nos producía fascinación en algún momento ya no lo hace o, ¡que
lujo que sea así!, al revés: lo que no nos tocaba, un buen día (mediante la
suma de experiencias, años, vivencias, crecimiento, maduración y conocimiento,
-o algo de todo ello-) aquello que nos resultaba sin valor alguno, nos cautiva
y nos fascina y, con ello, nos produce la expansión de nuestras emociones.
Sí, no hay problema en la fascinación pero si la dejemos que fluya
libremente. No la obliguemos a aparecer, seamos crítico con nosotros mismos
para ello y, al mismo tiempo, nos permitamos la experiencia placentera de
sentirnos fascinados. Quizás, a partir de ello, seamos capaces de ser más
activos en lo que importa, ofrecer y recibir el famoso don del encuentro, de la
disponibilidad del espíritu y de permitirnos la elocuencia de nuestro ser.