martes, julio 07, 2015

Conversaciones viciadas


Ciertas conversaciones, inevitablemente, se vician en algún momento. Al hacerlo parece imposible recomponer las cosas. Se transforman en puntos de no retorno. Se convierten en infiernos dialécticos. Es como si el prejuicio se instalase como una evidencia permanente y tenaz. Así, ya no se escucha lo que el otro dice, sino que ya “oímos” nuestra interpretación de lo que va a decir. Entonces, sólo queda el enfrentamiento como norma y es así que nos encontramos forzados o forzadores en esas conversaciones. Conversaciones que están condenadas a tener puntos de roce tan fuertes que lo lógico es que terminen siempre en choques agresivos, sea el tema que fuera: cuestiones ideológicas, hechos discursivos, temas políticos, problemas familiares, situaciones climáticas, opiniones artísticas, vivencias contadas, y todo tema que se pueda conversar. En realidad, el tema deja de ser importante al convertirse, únicamente, en un camino, una “excusa”, que conduce, invariablemente, a la discusión agresiva.
El problema es que cada uno, ya contrincantes, piensan que están dando una nueva oportunidad al otro cuando recomienzan la conversación. Esto lo creen, pues siempre recomienzan, hasta con el propósito firme de no discutir. Este es otro dato altamente curioso (se hacen espacios en el tiempo, pero se vuelve a la “conversación” con esa persona). Los dos creen que esa nueva conversación les permitirá torcer la historia, aunque en el fondo están buscando siempre nuevos argumentos que le otorguen la razón y, de ese modo, certificar que la otra persona es como uno cree que es: completamente diferente de uno, con una incompatibilidad ideológica comprobada, casi científicamente. Así, nuestras diferencias no son fruto de mi ceguera sino de cuestiones casi “genéticas”. Esto nos impide ser intolerantes, solo respondemos al sino de la “naturaleza” y “tranquilos” de haber hecho el mejor esfuerzo para revertir la cuestión. Así pensamos cuando en realidad nunca nos preguntamos sobre nuestra incapacidad, nuestra ceguera, nuestra incoherencia, nuestra limitación, nuestros miedos frente a lo que el otro pueda decirnos.

Después, y como si no tuviésemos ninguna responsabilidad, nos preguntamos incrédulos sobre las razones porque el mundo no funciona cuando todos afirmamos que “hablando se entiende la gente”.


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