Ciertas conversaciones, inevitablemente,
se vician en algún momento. Al hacerlo parece imposible recomponer las cosas.
Se transforman en puntos de no retorno. Se convierten en infiernos dialécticos.
Es como si el prejuicio se instalase como una evidencia permanente y tenaz.
Así, ya no se escucha lo que el otro dice, sino que ya “oímos” nuestra
interpretación de lo que va a decir. Entonces, sólo queda el enfrentamiento
como norma y es así que nos encontramos forzados o forzadores en esas
conversaciones. Conversaciones que están condenadas a tener puntos de roce tan
fuertes que lo lógico es que terminen siempre en choques agresivos, sea el tema
que fuera: cuestiones ideológicas, hechos discursivos, temas políticos,
problemas familiares, situaciones climáticas, opiniones artísticas, vivencias
contadas, y todo tema que se pueda conversar. En realidad, el tema deja de ser
importante al convertirse, únicamente, en un camino, una “excusa”, que conduce,
invariablemente, a la discusión agresiva.
El problema es que cada uno, ya
contrincantes, piensan que están dando una nueva oportunidad al otro cuando
recomienzan la conversación. Esto lo creen, pues siempre recomienzan, hasta con
el propósito firme de no discutir. Este es otro dato altamente curioso (se
hacen espacios en el tiempo, pero se vuelve a la “conversación” con esa
persona). Los dos creen que esa nueva conversación les permitirá torcer la
historia, aunque en el fondo están buscando siempre nuevos argumentos que le
otorguen la razón y, de ese modo, certificar que la otra persona es como uno
cree que es: completamente diferente de uno, con una incompatibilidad
ideológica comprobada, casi científicamente. Así, nuestras diferencias no son
fruto de mi ceguera sino de cuestiones casi “genéticas”. Esto nos impide ser
intolerantes, solo respondemos al sino de la “naturaleza” y “tranquilos” de
haber hecho el mejor esfuerzo para revertir la cuestión. Así pensamos cuando en
realidad nunca nos preguntamos sobre nuestra incapacidad, nuestra ceguera, nuestra
incoherencia, nuestra limitación, nuestros miedos frente a lo que el otro pueda
decirnos.
Después, y como si no tuviésemos
ninguna responsabilidad, nos preguntamos incrédulos sobre las razones porque el
mundo no funciona cuando todos afirmamos que “hablando se entiende la gente”.