domingo, octubre 16, 2016

Día de la madre



Soy hijo porque una mujer me hizo hijo. Soy padre porque una mujer me permitió ese milagro. En estas dos identidades, que son parte de mí, se muestra toda mi humanidad. 
En la primera, recibí dones, beneficios, vivencias y más cosas, todo envuelto en ese amor incondicional y que, lo sabemos, puede ser tan increíble de reunir ternura y "renegadas" bordadas en el día a día. ¡Si! Los hijos crecemos y hacemos algo con todo eso. 
En lo segundo, tuve la maravillosa cercanía con la vida creada y con la posibilidad única y casi perfecta de ser testigo directo y hoy, sólo un responsable necesario de “la alegría” compartida con una mujer, que me bendijo, en esa historia, con la posibilidad de ser padre. Algo que es irrevocable, aún cuando uno ya no sea aquel hombre visto como importante. El amor nos muestra realidad total o fantasía  o lo que fuera, según la distancia con que lo veamos.

Escribo esto porque, en Argentina, este domingo se celebra el día de la madre. Un día para evocar la magia de la vida y sentir el perfume de la capacidad humana de la entrega incondicional (no soy ingenuo, sé que existen otras madres, otras situaciones, otras vivencias, pero hoy, permítanme expresarme en estos términos).
El día de la madre evoca la sutileza de nuestra naturaleza humana. Ese día que se genera por una comunión que no es necesariamente perfecta pero que es, tantas veces, maravillosamente íntima. Así un buen día aparecemos en un útero y de allí la vida que hoy tenemos comienza  (biología mediante, horas más o menos). Los que tenemos la posibilidad de ser padres, recibimos, en ocasiones, la posibilidad de ser testigos, en primera fila, de ese evento que nos permite seguir esperanzados en un futuro, en lo mejor.
Luego, nos hacemos adultos y los recuerdos de la infancia donde nuestros padres, sobre todo nuestra madre, eran omnipresentes, se desdibujan un poco o lo ocultamos un tanto y empezamos a ver a esa mujer más como nuestra "madre" y un poco menos como “mamá”. Esta sutileza no merma ni sentimiento, ni cariño, sino que lo transforma.
Ella, por su parte, sigue siendo la única testigo que tenemos de la fragilidad que nos rodeaba cuando bebé, de la ingenuidad que hizo feliz nuestra infancia y de aquellas chiquilinadas de nuestra adolescencia y, también para muchos, de los vaivenes de nuestra adultez. Así vamos por la vida, con una de las certezas que justifica el universo, una mujer nos amó, una mujer nos ama. Ya con eso, las cosas tienen otra perspectiva siempre.


A mi madre, a la madre de mi hijo, y para todas aquellas mujeres que fueron, son o serán madres (o imaginaron serlo), vaya este sentir, como un homenaje.

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