El orgasmo tiene, tanto como palabra como acción, una
sensación mágica. Lo sabemos porque lo vivimos y lo decimos sabiendo que
trasmitimos una experiencia personal que, aunque equiparable, fisiológicamente,
a tantas otras experiencias, es fruto de una vivencia tan subjetiva como la que más.
El orgasmo es, sin dudas, una elegía de la vida. Como muchas
otras, pero que tiene la particularidad de ser inequívocamente positiva para el
ser. El orgasmo es la manifestación personal de un momento de intimidad que
surge por una excitación adecuada y que se expresa como lo sentimos o podemos.
Ahora bien, es importante señalar, una evidencia y una obviedad, que, en
ocasiones, pasa desapercibida y hasta ignorada: El orgasmo es de uno.
La
capacidad de tener un orgasmo es de uno. El otro, con su disponibilidad, habilidad,
(¿técnica?), capacidad de escuchar lo que uno precisa y otras cualidades; todo
eso puede generar, en el mejor de los casos, las condiciones óptimas para que
el orgasmo se muestre, se genere, se exhiba. Pero aun en esta situación, sigue
siendo de uno mismo. Es la persona que “orgasmea” la que lo ofrece, lo deja
salir, lo muestra. Por eso el orgasmo, por más que precise algunas condiciones fisiológicas
básicas –estudiables, diagnosticables y hasta tratables- siempre es una experiencia que nace del consentimiento, ese
núcleo central de la sexualidad saludable.
Por eso vuelvo a esa idea que ya desarrolle cuando escribí
ese neologismo que todo el mundo vive sin, necesariamente, nombrar: orgasmear. Este es un verbo que debemos aprender a conjugar mejor y más. Siempre a partir de
uno mismo. Orgasmear es una de las formas de empoderarse. Es asumir que
somos sexuados, eróticos, integrales, soberanos y humanos, maravillosamente
humanos.
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