La vida enseña tantas cosas y, la mayoría, la
descubrimos con detalles y la construimos sin darnos cuenta, al principio. Casi
como un reflejo. Luego hay que pulirla. Así respiramos y, yoga por medio, años
después nos damos cuenta que hay una mejor manera de hacerlo. Sin embargo,
hasta que el yoga nos llega, seguimos respirando. La necesidad, o la
naturaleza, nos impulsa a ese gesto vital.
Simplemente somos humanos porque ejercemos esa
condición desde la cuna y la vamos perfeccionando (no siempre, lamentablemente)
desde que van apareciendo los estímulos para ello. Desde hablar, hasta
relacionarnos. Desde el cariño hasta el sexo (cuando se puede). A veces con más
información previa, otras, simplemente porque sale así.
No por nada, casi todos los humanos, en algún
momento se hacen preguntas, reflexionan y escarban recuerdos, desarrollan
deseos, intentan proyectos, se aíslan, se buscan y todo ello que hacemos en el
día a día (ojalá) o cada tanto.
Buscamos presencia, la ofrecemos. Aún
queriendo pasar desapercibido. Algunas de ellas las notamos, otras las
ignoramos o no la vemos, solamente. Pero allí está la humanidad en sus reflejos
hechos acciones para el otro, con el otro, por el otro.

El cariño nos identifica como especie, aunque
no lo hagamos nunca. Forma parte de nuestro ADN real. Podemos ser
discapacitados para ello, para darlo o recibirlo; podemos hacer el titánico
esfuerzo –luego del hábito, la simple rutina- de ignorarlo. Podemos hasta
incluso confundirlo y usarlo como moneda de cambio, como manipulación o como
retorcida estrategia de encuentro. Pero, sea de un modo u otro, allí está,
omnipresente en nosotros. Su presencia y su ausencia denota que es nuestro,
como especie.

Quizás así, cuando la cuarentena termine,
cuando la rutina nos vuelva de nuevo seres abocados al instante que vivimos,
quizás el reflejo sea acción y entonces, el cariño sea la verdadera forma de
ser humanos que nos merecemos.
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