Los seis de enero se celebra la fiesta de los reyes magos. Es una fiesta propia de los países
iberoamericanos, creo. Lo cierto que es una de esas fiestas que retienen, como
pocas, a la infancia. Son días para celebrar que existen niños cerca y que, estupendamente,
podemos sentirnos niños por un momento. Como si nos pudiéramos tomar licencia
sin sentir, por ello, que abandonamos la cordura, ni la responsabilidad. Permitirnos
el lujo de sonreír ingenuamente, de jugar con ansías de divertirnos, de imaginar mundos felices. En definitiva, de ofrecernos una pequeña alegría; de regocijarnos con un regalo mínimo, tal vez, pero que tenga toda la ilusión de esa niñez, en algunos
casos, ya lejana.
No importa ni la convicción en una religión, es más pocos la asocian algunos a
algún ritual litúrgico. Uno se imagina tres reyes magos que llegan para dejar sus
regalos. Pocas rimas infantiles jugaron tan fuerte en la memoria de tantos como “Melchor,
Gaspar y el Negro Baltasar” (con la ingenuidad que abre los brazos y el
cariño de una época en que el racismo no era percibido, obviamente). Pero lo cierto, es que en esa rima la diversidad se impone como una marca; como una necesidad, como parte
de la magia. Porque hay algo de magia en esa relato infantil. Esa que recreamos en este mundo porque la necesitamos para sentirnos
un poco niños/as. Para respirar un poco.
Si, la fiesta de reyes es una idea que no resume una realidad, sino crea y recrea una ilusión. La de creer que ser niños significa ser un poco más abiertos a las cosas simples, a la alegría espontánea, a los juegos donde todos nos divertimos, sean de cualquier tipo-, donde el accidente es una cosa fortuita y una buena anécdota para el futuro, donde el vecino, sea de donde fuera, importa para saludarlo, donde el dinero no es lo más importante que nos mantiene vivos y felices, donde los colores obedecen casi nada a la moda y mucho a la imaginación, donde las nubes no son otra cosa que imágenes utópicas que las tomamos en serio para permitirnos el asombro.
Si, la fiesta de reyes es una idea que no resume una realidad, sino crea y recrea una ilusión. La de creer que ser niños significa ser un poco más abiertos a las cosas simples, a la alegría espontánea, a los juegos donde todos nos divertimos, sean de cualquier tipo-, donde el accidente es una cosa fortuita y una buena anécdota para el futuro, donde el vecino, sea de donde fuera, importa para saludarlo, donde el dinero no es lo más importante que nos mantiene vivos y felices, donde los colores obedecen casi nada a la moda y mucho a la imaginación, donde las nubes no son otra cosa que imágenes utópicas que las tomamos en serio para permitirnos el asombro.
¡Si!, ¡Que vengan los reyes magos a visitarnos y que toquen nuestra puerta! Quizás, por un momento, podamos extender al máximo esa infancia. Quizás al abrir la puerta a esa fantasía creamos que la esencia de la niñez es algo
que no se abandona por la edad sino que es algo que resiste en nuestro corazón esperando siempre que nos acordemos que está en nosotros.
Si lo hacemos, aunque sea un par de veces por año (la otra es el día del niño) quizás podamos ser, el resto del tiempo,
un poco más esos adultos que soñábamos cuando eramos niños: felices, comprometidos, justos, amigables, sonrientes, trabajadores y capaces de hacer del mundo un lugar donde podemos vivir felices todos.
Si lo hacemos, aunque sea un par de veces por año (la otra es el día del niño) quizás podamos ser, el resto del tiempo,
un poco más esos adultos que soñábamos cuando eramos niños: felices, comprometidos, justos, amigables, sonrientes, trabajadores y capaces de hacer del mundo un lugar donde podemos vivir felices todos.