La vida es encuentro permanente. Por más que nos aislemos los
encuentros están allí, al borde de nuestra piel con la distancia que ponemos,
que necesitamos. La cual es el reflejo, entre otras cosas, de nuestra memoria,
de nuestros pensamientos, de nuestros deseos, de nuestros miedos. Pero eso no
quita, es el encuentro el que nos permite ser humanos y es por los encuentros
que nuestra humanidad tiene esperanza, a pesar de todo.


La clave, como la vida misma para mí, es cuál de ellos nos autorizamos
y en función de qué. La pregunta entonces sigue siendo: ¿A quién permitimos que
se nos acerque y por qué? Es fácil imaginar que la repuesta es individual, aunque
sigamos patrones reducidos pero, al mismo tiempo, intuimos que responder a eso
es fundamental. Las respuestas son múltiples y, como lo experimentamos lamentablemente,
a veces nos equivocamos. Las personas no son como imaginamos aún en las
ocasiones que “sentimos” que eso pasa. Si a esto le sumamos la “vida”, ese
caminar constante donde fluye pasado, con sus alas y cadenas en un presente que
es un instante antes que un futuro predecible pero no seguro, obviamente las
variables son diversas y, en ocasiones constante, inmanejables. A pesar de todo,
la vida seguirá siendo un camino a hacer.


En definitiva, autoricemos a entrar en nuestros espacios a quien
decidamos hacerlo, sabiendo que esos encuentros que nos permitimos son una
decisión personal a la cual jamás debemos renunciar, por más que renovemos
nuestra decisión cada vez que el encuentro se realice. Los encuentros son
infinitos, son, muchas veces inevitables, pero están ese manojo de encuentros
que hacen la diferencia sobre los cuales somos los dueños.
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