De
repente nos equivocamos, pero no por eso nos damos cuenta rápidamente. Lo
hacemos sin pensarlo o, sobre todo, pensándolo mal. Creemos que sostenemos una
premisa simple, contundente y clara y que ella avala una forma de pensar y una
profesionalidad. Pero, como en ocasiones puede pasar, cegados por una idea nos
olvidamos de la construcción del pensamiento y terminamos con una contradicción
para nuestro espíritu, nuestra mente y nuestro accionar. No es el problema
grave en sí mismo, el riesgo mayor radica en el tiempo que demoramos en
rectificar, arrepentirnos y corregir el daño que hicimos, a pesar o, sobre todo,
por nuestra llamada buena intencionalidad.
Aunque
esto vale para todo, me surge como idea a partir de eventos relacionados con la
discusión de la despenalización del aborto y los caminos frente a ello. Estar
en contra del aborto por las razones que sean (llamadas humanas, ideológicas o
por creencias) es algo que le sucede a muchas personas. En este tema, está ya
claro que el cambio de posición no pasa por el debate, sino, a lo sumo, por
circunstancias (tal vez por eso, muchos insisten en describir casos personales
o tragedias particulares). En definitiva las circunstancias son las que van
surgiendo en eso que se llama vida, la cual al transitarla, nos permite adquirir
nuevas formas de ver las cosas o, quizás no; aunque siempre serviría para
reafirmar que somos seres pensantes o deberíamos serlo la mayor parte del
tiempo. Quienes están a favor o en contra de la despenalización del aborto están
convencidos que ese tema es una opción por la que vale la pena jugarse un poco
mucho, o, para ciertas personas, hasta el extremo. En eso, hay que ser
tolerantes con los que piensan diferente, lo dicen y lo expresan sin dudar y
esperar que los demás tengan la misma gentileza con los que disienten. Mundo
mágico, pensaría.
Pero,
en esta ocasión, no pasa por allí mi razonamiento. Pasa por el deber y el
derecho que tiene un profesional de la salud de hacer frente a lo que le
produce sufrimiento a alguien y al esfuerzo que debe intentar hacer, cuando la
situación lo supera, para brindar el confort necesario, el apoyo crucial y la
posibilidad de aligerar el sufrimiento derivando a quien pueda intervenir.
Nadie está obligado a hacer lo que no sabe, pero derivar si es algo que todos
podemos hacer. Aun cuando uno no puede tratar la situación porque no está en
condiciones de algún tipo para hacerlo (desde limitaciones técnicas, hasta de
conocimiento o, en este caso particular, de objeción de conciencia), su
accionar está regido por un compromiso con esa persona, establecido por códigos
deontológicos, por la llamada vocación de servicio, por el mentado juramento
hipocrático o simplemente porque la ley nos obliga a eso. Un médico, por
ejemplo, tiene esa posibilidad cierta de saber que su palabra, cuando acoge a
alguien en situación de “detresse”
(el francés tiene esa palabra tan intensa, que es más que sufrimiento) es una
encrucijada que genera una situación que nos excede por lejos. No siempre
sabemos manejar esas situaciones, pero sabemos reconocerla en ocasiones.
Anunciar
a los cuatro vientos, con supuesto orgullo, a las pacientes reales o
potenciales, que estén cursando una situación difícil (personas que hasta
pueden no saber lo que es correcto o no sino que viven ese evento con
desesperación), que con ese profesional de la salud no pueden contar, no es ni
ético, ni moral, ni profesional. No implica que tengan que hacer frente a eso a
pesar de sus convicciones. Sino que anunciar que no están para ellas es un
ultraje grosero al juramento que se empeñan en utilizar como argumentación. Efectivamente,
esas personas tan convencidas de su credo anuncian que no son capaces de acoger
a la paciente, darle confort, solidaridad y, hasta, opciones sanitarias o
sociales mejores que las que tiene.
Esos
médicos, que anunciaron “conmigo no cuenten”, han vejado con ese anuncio su
famoso juramento, que no es por apolo, sino por quienes crean. Aún peor, me
parece, es qué los comités de ética y sus señoriales miembros, qué el sistema
de salud que apoya a los “humildes”, que las instituciones que se tomaron la
exagerada atribución de hablar en representación de todos sus miembros, que
ninguno de ellos no les llame la atención y les diga, mantengan su convicción
sobre las “dos vidas”, eso no discutimos es más, en ocasiones, lo apoyamos,
pero no cometan el error de anunciar que van a escabullir la responsabilidad
que les cabe como médicos: recibir al que sufre y ofrecerles el famoso, no
curar, sino consolar siempre.
La
ética real, la que interesa, la que sirve, la que nos hace falta, no es la de
las majestuosas cosas irreales, sino la que hace que hagamos frente a estas situaciones.
¿Dónde están, ahora, cuando es imprescindible, esas voces que no sostienen otra
cosa que una verdad: ayudar al otro no es opcional, no es algo que podemos
dejar de lado porque el deber nos llama nos incomoda?
Ser
sensatos no implica defender lo contrario a nuestras convicciones pero allí es
donde deberíamos revisar las convicciones que rigen nuestro andar: porque la
incoherencia con nosotros mismos es una de las plagas que vemos en quienes, se
supone, son más eruditos y eso debería ser celosamente protegido y denunciado.
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