Parece que es
muy difícil usar argumentos que apunten al tema que se discute. Argumentos que
desarmen la estructura de pensamiento y que no apunten al otro como persona.
Está claro que es algo a lo que se recurre habitualmente. Lo curioso es que,
muchas veces, teniendo argumentaciones mejores, se cae en esto de “matar al
mensajero”. Pero la emoción nos juega siempre como una tentación de
satisfacción rápida. Sin dudas, motivado por la sensación que el argumento que
nos dan es de una pobreza enorme o, en ocasiones, de una injusticia flagrante.
Veamos el
ejemplo que motiva mi reflexión. Una persona manifiesta públicamente una
opinión que debería ser insostenible. Esa opinión va en contra de lo que un
grupo particular defiende (defiendo también). Claramente esa opinión está no sólo en las antípodas
de este grupo, sino que, además, está hecha por un varón contra un colectivo de
muchas mujeres, no exclusivamente. Dos respuestas
vertidas en este colectivo me llaman la atención:
1- “Claramente tiene algún tema no resuelto con las mujeres porque no se cansa
de atacarnos” y 2- “Si... probablemente tiene casi nada y necesita demostrar
poder. O no se asume”.
Dos
elementos me parecen importantes destacar en estos argumentos expresados. El
primero, que aun pudiendo ser verosímiles, implica una ficción argumentativa.
Es decir, se basan más en la construcción del que está argumentando que en lo
que el opinador expresa. El segundo
que conlleva una fuerte presunción de sexismo y discriminación –que quien lo
dice no lo percibe-. Esto es paradójico porque en el afán de defender una postura
frente a un machismo utiliza uno de los argumentos más comunes en este grupo:
la homosexualidad reprimida como una fuente de comportamientos nocivos. El
“asumirse” es la causa de todos los males.
Me parece
importante visualizar esta preocupación que deseo plantear y que se traduce en
la siguiente pregunta: ¿Frente a qué argumentamos y cómo lo hacemos? Lo primero
tiene que ver con una convicción actual: no todo debe ser contestado, porque al
hacerlo estamos dando entidad a cosas que no lo tienen o no merecen tenerlo.
Una estupidez malsana, construida sin raciocinio no debería ser respondida,
salvo como conducta pedagógica en contextos de educación. Nunca en el debate.
Y, sobre lo segundo, es una gran inquietud si realmente pensamos antes de
hablar. Y, aún más grave, si en algún momento revisamos nuestra argumentación
para corregir nuestros errores de construcción y no dilapidar oportunidades
cuando defendemos aquello que consideramos justo, equitativo, noble. Defender
lo que se considera verdadero es un desafío. Porque la verdad que vemos como
imprescindible, necesaria e innegociable necesita nuestras mejores formas y no
sólo el vómito intelectual. Nuestra mejor verdad necesita que seamos
inteligentes, críticos y fuertes para no ceder ante el peor enemigo que puede
tener nuestra razón: nosotros y nuestra mala argumentación.
28/7/19
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