Recorremos caminos en la vida. Lo hacemos por
las razones que sean y nos encontramos con ellos empujados por las cosas,
decididos por nuestros proyectos, movidos por nuestros deseos, urdidos por
nuestras ambiciones. Eso hacemos o, en ocasiones, la vida nos lleva por los
caminos que creemos que son los nuestros y punto.
Importa tan poco que sea de
un modo u otro. Porque, de vez en cuando pasa lo imposible. Desde encontrarte al
amor de tu vida sólo por levantar la vista cuando esa otra persona también lo
hace y de allí tejer vínculos que se hacen eternos; hasta que te llegue una
pandemia, que sólo era un delirio de películas fantásticas y, por ello, te encontras que lo
que planeaste, lo que estabas seguro, lo que ya tenía sentido real deja de ser
para que la cuarentena más de ciencia ficción o de otros siglos tome al asalto
el presente. Y uno, allí, deshaciendo cosas y buscando como construir esperanza
sobre lo que sea.
Así toma otro valor la distancia, la
presencia, la ausencia, la necesidad, los afectos, el deseo, la intencionalidad,
la increíble sensación de saber que uno es frágil, más de lo que uno imaginaba,
dependiente, más de lo que pensaba, necesitado, más de lo que se animaba a
admitir. Entonces, la otra persona, ese otro lo sabes, está allí, en alguna
parte, pero la distancia que sólo es una puerta, se presenta hoy imposible.
Es allí, donde la pregunta, aparece como
verdad absoluta que se impone: ¿Qué harás cuando esto termine con el hecho que
el otro es, realmente, imprescindible?
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