Los seres humanos somos seres que usamos las palabras, generalmente. Con buen tino o no, pero lo hacemos. Procuramos encontrar la forma de canalizar con palabras emociones, vivencias, sentimientos, deseos, esperanzas, preocupaciones, anhelos, sueños, dificultades, cerezas y todo lo que podemos.
A veces, uno tiene el uso justo y dedicado para que las
palabras se ordenen y digan lo que uno quiere. Pero no hablo de ello, hablo de
esas palabras que condensan la esencia de la humanidad. Son, generalmente, expresiones
que, al inicio, pertenecen a un grupo humano determinado: sea por pertenencia lingüística
(“saudades” maravillosa del portugués”), sea por una síntesis de una forma
increíblemente necesaria, saludable y deseada de enfrentar situaciones (“Hoʻoponopono” vital del
hawaiano) o, por ejemplo, una expresión de deseo para el otro (el ¡Jatima tova!,
una síntesis grandiosa del hebreo). Claramente pertenecen a un grupo
determinado pero que son universales, o deberían serlo, aunque uno las conozca,
porque alguna vez la vivimos, la sentimos y, espero que la vivamos.
En una palabra, o dos, va implícito un universo. De eso se
trata. Eso es lo que debemos comprender. Quizás, si nos afanamos en trasmitir eso,
tal vez, estemos haciendo pasos hacia el futuro que la humanidad desea: que la
alteridad, inevitable, sea lo más deseable que exista para hacer de la
humanidad lo que siempre soñamos, una forma permanente de encuentro con alguien,
generando la calidad sensación que lo mejor siempre está disponible para todos
y todas.
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