Partamos de dos evidencias: la primera que la libertad es, quizás, una
de los componentes más deseables para la humanidad. La segunda cuestión es que
la vida sexual activa de las personas es al mismo tiempo, algo deseable pero no
necesariamente siempre presente por diferentes circunstancias. Lo que conlleva
lo que debería definir su presencia: la decisión personal de aspirar a ella o
no. En esta aseveración voy a detenerme para pensar sobre estos dos conceptos
relacionados: la libertad sexual.
Para ello, señalicemos la obviedad, que, valga decirlo, en estos temas
conviene siempre visibilizarla. Por ello digamos que la libertad sexual no
consiste en poder hacer todo, sino en poder decidir qué hacer, cuándo hacerlo,
con quien hacerlo, cómo hacerlo. Así, decidir experimentar sexualmente algo,
cualquier cosa, puede servir para mostrar la libertad sexual. Sin embargo, esa
libertad sexual también incluye el poder decidir “no quiero experimentar esto o
aquello”. Cuando hablamos de decidir es fundamental que eso incluya la claridad
sobre ese procedimiento racional y volitivo de considerar los elementos
disponibles, los sentimientos involucrados, el conocimiento de uno mismo y
otras cuestiones para elegir. No es simplemente el hacerlo. Es asumir y
consentir en su sentido real y concreto.
La libertad sexual no incluye, necesariamente, el manual del kamasutra
–aunque maravilloso es el poder seguirlo un poco o mucho-, ni tampoco la
concreción de cada una de las fantasías que nos desvelan –aunque ellas puedan
ser un festín de placer en tantas ocasiones-, ni tampoco el cumplir una lista
mitológica de deseos sexuales –aunque sea espectacular poder hacerla y jugar
con ella-. La libertad sexual incluye la capacidad madurada de encontrarse con
el otro para recorrer caminos de placer e intimidad, donde el límite esté dado
por la comunicación más diversa plena que podamos descubrir. La libertad sexual
es la que nos permite experimentar la intimidad como un espacio de seguridad
tal que el otro pueda sentirse en la tranquilidad de desnudarse un poco más
siempre y viceversa. Quizás, un ejemplo concreto de esa libertad sexual sea
cuando somos capaces de sumergirnos en una experiencia novedosa con el otro y
al no gustarnos poder decir no me gustó, no quiero repetirlo y lo que haya
después sea una intimidad que respira aún más gozosa.
La libertad sexual es tal vez el norte que marca el encuentro con el
otro desde un modo creativo, diverso y genuino. Por ello, la promovamos,
sabiendo que ella, siempre nace en el pudor que se valoriza.
Como pueden comprender, en esta noción de libertad sexual que propongo
hay dos elementos que aparecen como faros: de un lado el consentimiento
–siempre central en la sexualidad- y, como un limitante no negociable, la
violencia (en cualquiera de sus manifestaciones).
Las preguntas son obvias: ¿Cómo hacer para desarrollar el consentimiento
como conocimiento, capacidad y expresión? Y ¿Cómo hacemos para actuar frente a
la violencia que debe ser eliminada, controlada y sancionada? La respuesta
tiene dos niveles como casi todo. El primero es la educación. En eso me refiero
a una educación sexual integral, como siempre insisto, basada en nuestra
maravillosa ley 26150 que fomenta el mejor consentimiento y nos da herramientas
para hacer frente a la pandemia de la violencia. Lo segundo, a través de
redoblar el esfuerzo que se hace en la lucha contra la violencia, quizás ese
esfuerzo sea una de las pruebas más contundentes que hablan de una sociedad que
se supera. Esa sociedad es la que deseamos, ambicionamos, defendemos y por eso,
nos comprometemos. Básicamente es la que elegimos, pero recordando que elegir,
no es lo único que define la libertad, sino tomar conciencia de la elección que
realizamos y asumir las ventajas, los desafíos y el compromiso que eso implica.
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