De repente la sentís presente. Te da vuelta alrededor. La sentís como algo tan palpable como la humedad. Te rodea como una sensación informe, incomoda. Algo que no te deja trabajar con tranquilidad, ni respirar con entusiasmo. Te hace transpirar. Pensas que tu piel se pone roja, que no sabes como reaccionar y que te afecta. Crees que es fácil sacar la sensación, pero ella se afana es buscar formas de seguir estando.
La mediocridad surge constante a la vuelta de uno. A veces –lo digamos- también dentro de uno. Pocos están libres de ella. Aprovechan esa envidia que surge de la nada y crece, un poco o a lo ancho, ostensiblemente. Se trepa por todos lados y de repente la encontras dentro de ti o cubriéndote.
¡Oh, Mediocridad! Soberana en estados, universidades, grupos sociales varios y de personas simples. Su dúctil forma de aparecer, de hacerse presente con grandes vestuarios de excusas, de coloridos maquillajes de éxitos pasados. Su seductor andar de palabras vacías colgada sobre perogrulladas produce el fíat* que hace que su presencia sea necesaria por considerarla un mal menor, un mínimo aceptable, tolerable. Obviamente, no en los demás, en quienes resaltamos cuando podemos su presencia virulenta. Sino tolerable en nosotros.
Si. La mediocridad nos rodea. Nos invade, quizás nos ha tomado por sorpresa. Pero no es la mediocridad lo que importa. Ella sola no tiene mucha importancia. Como cualquier cosa. Lo que si toma valor es cuan asociado está quien ostenta la mediocridad con el poder. El poder que se tiene sobre los demás. Un mediocre con poder es cruel, perjudicial, dañino. Porque como Atila, procura que nada crezca. No vaya a ser cosa que algo pueda poner en evidencia nuestras carencias, nuestras limitaciones, nuestra simple mediocridad.
miércoles, 30 de diciembre de 2009.
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