Hace
un tiempo me regalaron un libro titulado “1001 películas que hay que ver antes
de morir”. Revisándolo encontré películas maravillosas que vi más de una vez,
como Casablanca y otras que conocí por título, trama y opiniones pero que nunca
miré. Esas películas que están entre las que debo ver “un día de estos, sí o sí”
pero que, en ocasiones, realmente creo que ese día no llegará nunca. Como si
hubiera renunciado. Me tengo prometido, también, varios libros que debo leer.
Esos libros que durante años escuché que “son de lectura imprescindible, esos
libros que son la esencia de la literatura”. Están guardados, algunos de ellos,
en mi biblioteca esperando que los lea, perdón: que los devore, al decir de
algunos.
Sé
que habrá algunos que no podré leer y quizás, ciertas películas jamás podré
verlas tampoco. Sin embargo, no renuncio a creer que lo haré. Como si con ese
artilugio mental me permita garantizar que mi vida irá siempre más lejos de mis
posibilidades. Lo cierto que hay muchas cosas que no haremos y decidir no
hacerlo es parte normal, saludable y necesaria en la vida de las personas.
Con
las personas, ya lo dije muchas veces, también renunciamos, a pesar que no lo
hagamos. A veces por buenas razones, a veces por razones malas. A veces con
consecuencias positivas, a veces, con lastres negativos. Siempre con dolor.
Jamás se renuncia sin dolor, sin un pesar, sin una pena. Porque sólo se
renuncia a lo que se quiere realmente hacer. No puedo renunciar a ver el “Nacimiento
de una nación de D. W. Griffith” por más que me gustaría verla algún día y es, posible,
que nunca podré hacerlo. Como no puedo renunciar a leer “el jugador de Fedor Dostoievski
puesto que, por más que sería lindo y enriquecedor leerlo, quizás no lo haga
por falta de tiempo, ganas o lo que fuera. Sin embargo, no hay pesar en ello.
La renuncia duele. Aunque sea por las malas razones, por creer que renunciamos a lo bueno, por más que lo justifiquemos en nombre de lo que fuera. Renunciar nos afecta. Nos toca, nos sacude, nos golpea, nos interpela, nos cuestiona, nos duele. Aunque mantengamos la renuncia a pesar de ello, aunque luego de la renuncia nos tranquilice por lo que obtuvimos al hacerlo, por eso que logramos, aquello que “ganamos”. Porque, definitivamente, sólo podemos renunciar a lo que realmente nos importa. Quizás por ello, sólo renunciamos cuando lo que incluimos en nuestra ecuación de opción tiene el peso de lo que sentimos, de lo que amamos, de lo que esperamos. Por eso, también o, mejor dicho, sobre todo no hay renuncia sin esperanza.
Tal
vez, por eso, con las personas no renunciamos nunca, por más que tantas veces
lo hacemos. Pero, tal vez, no renunciamos a "esos bancos donde confiamos sentarnos, reencontrarnos y hablar o algo más.