Se murió Mandela.
Todos tenemos idea de él. Todos lo sentimos un poco (tal vez exagero, aún hay gente que está
sumergida en la ignorancia y otras que se esfuerzan en sumergirse en el
desprecio). Algo se ha perdido en este mundo. Pero la muerte es implacable como
lo son las acciones que se desarrolla en vida.
Escribo hoy porque
leo, en un periódico, el siguiente parágrafo: “Dos ejes confluyentes
vertebraron el pensamiento de ese hombre excepcional: la memoria como deber imprescriptible
y el perdón como gesto indispensable. No había, para Mandela, otra herramienta
capaz de afianzar la paz, de disolver el sectarismo y neutralizar el odio
profusamente sembrado. (Santiago Kovadloff dixit)[1]
Hay una
elocuencia contundente en ello. Lo sabemos desde siempre y lo practicamos de
vez en cuando –más lo exigimos en los demás-. Pero, independiente de ello, me
aparece como una necesidad que surge como una
imprescindible e ineludible cita con el aquí y ahora. Porque la paz
aparece como un pedido que surge de las entrañas misma de nuestra humanidad.
Ansiamos la paz, la necesitamos como oxígeno.
La memoria y el
perdón fueron el crisol donde el fraguo una herramienta para obtenerla en su
interior y con ello ofrecerla.
Hoy, necesitamos
de la paz. Memoria y perdón usó Mandela. Fue su propuesta. Que cada uno la fragüe
como quiera pero lo hagamos ya. Es un grito, plegaria, lamento, dolor y
esperanza que se escucha, como siempre, para los que quieren oir.