Nos encanta la
palabra. Nos produce un alivio de humanidad. Pensar que hay una justicia que
existe. Uno da y uno recibe. Así de simple lo creemos. Reciprocidad ofrecemos y
recibimos. Las cuentas dan un balance equilibrado. La reciprocidad nos gusta y
nos enaltece. Sin embargo, ella, no es simple, aunque sea mágicamente sencilla
hacerla.
Veamos, para pensarla, una pequeña guía: en primer lugar debemos saber ¿qué ofrecemos al otro? ¿De qué está hecho lo que damos? No estoy hablando de lo material, sino del “material” que ponemos en ello. ¿Qué valor le damos a lo que damos? ¿Cuánta felicidad/sacrificio nos produce? ¿Qué sentido tiene para nosotros el hacerlo? Luego, la segunda pregunta, ¿qué valor tiene para quien lo recibe? ¿Cuán necesario es lo que esa persona recibe de nosotros? Es decir, ¿Cuánta felicidad agregamos a ella o cuánta necesidad colmamos?
De allí, luego,
tal vez, deberíamos pensar si la reciprocidad la entendemos como un acto que
sólo se da entre dos personas o es el mundo mismo el que interviene. Me
explico, si esperamos reciprocidad de tal o tal persona porque le dimos algo o
creemos que lo dado, en algún momento, en algún lugar, por intermedio de quien
sabe quién, nos volverá de otro modo pero siempre eficaz para nuestra
necesidad, esencial para nuestra felicidad.
Si pensamos en
términos de una persona, el “azar” debería ser reducido al mínimo. Deberíamos
ser asertivos para poder explicar, decir, comunicar, significar nuestras
necesidades y nuestros pedidos. Procurar ser sinceros, concretos y claros sobre
lo que deseamos y ansiamos. Pero siempre permitiéndonos el asombro de la
creatividad y el diverso andar de la imaginación. Permitirnos renovar
significados a partir de lo que un “otro” nos ofrece.
Si pensamos en
términos del universo, la reciprocidad sigue siendo la apuesta segura para
salvar nuestra humanidad. Una apuesta a la esperanza y al hecho simple de saber
que siempre encontraremos un ser humano para ofrecer algo y que siempre, alguien
será capaz de ofrecernos eso que buscamos.