Disentir debería ser habitual, aunque sea molesto. Disentir debería
ser una forma cotidiana de intercambiar –obviamente acompañada de innúmeros
consensos, que hacen todo vivible-. Pero al disentir nos desafiamos,
internamente, a las destrezas esenciales de ser humano. Efectivamente, el
disenso, el verdadero nos debe invitar, impulsar a repensar las cosas, a ser
creativos en la búsqueda de formas de decir las cosas, de procurar imágenes,
emociones, verbo y sentidos. En modo de pretender convencer y, sobre todo, de
preguntarnos si lo que el otro, la otra plantea no tiene un asidero en la
realidad más contundente que lo nosotros planeamos.
Si, disentir nos permite la oportunidad divina de elegir, de proponer,
de pensar, de imaginar y, porque no decirlo de soñar. Pero también, nos da la
opción de mantener el disenso y al hacerlo, de tomar posición sobre el
conflicto que se genera y de ser gestores de nuestra agresividad latente y, con
ello, de ser promotores de paz. Un desafío para todos y todas, pero que pocos
logran manejar con la sutileza de la eficacia.
El arte de disentir sería esa sencilla capacidad de transformar lo
cotidiano en espacios de una intimidad pacífica, constructiva y de encuentro.
Esto, sin dudas, es la epopeya máxime de un ser humano. Encontrarse con el otro
y a pesar de los disensos construir futuro.
¿Cómo hacerlo? Ojalá lo supiera. Creo que asertividad e independencia,
son dos herramientas útiles. El resto, es la simple práctica y la introspección
permanente. Algo que parece muy caro para estas épocas. Pero, vale la pena
intentarlo, aunque, en el camino, no lo consigamos tanto como queremos.