Mi padre era un buen médico. Hizo
lo que debía hacer para eso. Se formó con decisión, buscó integrar
conocimientos, procuró descubrir a sus maestros, pensó, imaginó y se preguntó
permanentemente a partir de su práctica. Así consiguió una experiencia que se
veía como el famoso ojo clínico. Imaginó la docencia como una forma más de
producir buena medicina. El, sin dudas, fue un buen médico. A eso, le sumó una
condición que pulió con los años, el ojo humano. Donde aprendió a ver las
emociones que se dibujan en la fragilidad y la fragilidad que se disfraza de
tantas cosas.
Supo hacer del diagnóstico un
ejercicio mental utilizando los recursos disponibles y de la curación un
ejercicio compartido con el otro. Sí, creo que fue un buen médico. Descubrí con
él una noción de compasión real, una idea de empatía viva que surgía del estar
al frente del otro, una inquietud por la pregunta que, aún hoy, me empuja.
Era un tipo de médico. Hay otros.
Hoy, se los celebra a todos. A los que son por el cotidiano, los que son por el
pasado, los que son por lo que sean. Celebremos a aquellos que son capaces del
diagnóstico, de las soluciones eficaces, de los tratamientos exactos y a los de los adecuados -que no siempre coinciden, como
también a aquellos que son capaces de acompañar ante el sufrimiento que, a veces incluye
dolor.
Feliz día a los médicos y a las médicas, a los
que se sienten así, a los que ejercen así, a aquellos que procuran que el error
y el acierto siempre sean el origen de nuevas preguntas. Pero sobre todo, feliz día a
aquellos que nunca olvidan la premisa esencial de la medicina que tan bien
sintetizó Perez Tamayo: “La medicina no es una ciencia y,
quizás tampoco un arte, sino un espacio creado para que el encuentro humano
colabore en la superación del sufrimiento utilizando los mejores recursos de la
ciencia y del arte”.
Para que nos
sigamos encontrando con esas personas, para mi, como fue mi padre.