Navidad y los cumpleaños tienen el problema de los regalos y al mismo
tiempo, el placer de los mismos. El problema surge porque elegir un regalo es
una prueba muy dura. Dura tarea, casi olvidada por algunos que encontraron dos
salidas honrosas a este laberinto: no hacer regalos o pasarle la obligación al
obsequiado con la famosa pregunta, “¿qué quisieras de regalo?”
Terrible pregunta. Que al
recibirla nos entierra en disquisiciones de todo tipo. Y el obsequiado
pretender salir de la encrucijada a través de respuestas desgastadas:
"cualquier cosa", "no te preocupes", "no es
necesario", "un detalle" o la más simple y alejada de la
realidad: “nada”. Pero esas frases, tan vetustas y sin sentido no nos liberan
sino que nos convierte en parte del suplicio que es elegir un regalo.
Claro, no podemos responder lo que deberíamos: no me compliques la vida. Es
tu decisión pues es tu regalo hacia mí. Así que resuélvelo tu. Tú lo debes
elegir y tiene que producirme placer. Si no has conseguido saber lo que quería
a través de nuestras conversaciones, a ti de decidir.
Pero, irremediablemente, caemos en la trampa. Respondemos con evasivas,
pero respondemos. Allí nos encontramos en medio de una situación complicada:
decir que queremos que nos regalen.
La última vez que me paso me dije que no podía soportar esta afrenta a la
sorpresa sin decir algunas cosas al respecto. Es necesario reaccionar sino,
¿qué sentido tendrán los papeles de colores y los moños si ya no habrá
sorpresas? ¿Cómo podremos jugar con nuestro deseo si lo que pedimos se
concretara sin tener que pasar por ese “ir y venir” que solo el deseo produce?
Me resisto a ello. Pero al mismo tiempo comprendo que no todos piensan así
y por ello uno termina, a veces, con regalos inconsistentes que se amontonan o
que no tienen ningún recuerdo escondido en su contenido.
Por lo dicho voy aclarando: para mí, ni relojes ni joyas. Los primeros no
van con mi filosofía, esa que entre títulos, manuales y otras cosas intenté
escribir, la del momento, no como pasajero, sino como íntimo. Los segundos, no
van con mi porte, no me concibo tras oro ni plata, pero lo digamos, no es
humildad sino una cuestión de piel blanca donde el oro queda vulgar y la plata
inconsistente.
Tampoco me regaléis ni libros, ni CD. Recordar que los libros son para
comprar o prestar. Es mejor decirle a la otra persona leí este libro, me gusto,
léelo; o sino, toma, te presto este libro, aunque el prestar sea entendido por
muchos como donación (debo hacer la salvedad y reconocer que hay dedicatorias
que bien valen esos regalos y hasta construir bibliotecas). Por su parte los CD
son un regalo que tiene que ver con lo material, es dinero que el otro gasta
por ti y listo. Después de todo hoy los computadores y sus grabadoras
resolvieron en parte el entuerto. Además, una canción recuerda a alguien porque
el azar te reúne con esos sonidos. Siempre produce más nostalgia, emoción,
alegría y dolor (repartidos desigualmente) cuando ese sonido nos sorprende en
la radio, que cuando desempolvamos un disco de otra época.
Definitivamente no a las bufandas, ni a las corbatas, ni a los pañuelos. Claro que no. Las primeras me sofocan, las segundas las ignoro
“respetuosamente”, salvo necesidad de los demás y los últimos los utilizo para
fines no tan pulcros como puede ser un buen recuerdo. Los echarpes es una buena opción, pero deben ser de colores que no los creen para mí. Tampoco quiero lapiceras, se
pierden en los rincones o por lo menos no aparecen cuando en un rincón perdido
uno quiere confesar, en resabios de papeles, una idea que solo se dice en los
rincones donde las lapiceras no aparecen.
Entonces, ¿Qué nos queda? Para responder pensemos que un regalo es algo que
se desea. Pueden ser algo que es caro o sino, algo que es practico o sino, un
detalle que habla de mensajes, de recuerdos, de expectativas y de momentos
compartidos.
Para saber el deseo, es importante haber compartido un momento, nunca mas
bien definido como una intimidad compartida, allí es cuando se aprende el color
de los ojos cuando desean, el anhelo que persigue un corazón, la ansia de un
viaje que se construye. Los regalos caros, casi no son regalos, pues no se
piden, se exigen (salvo algunos niños que todavía no reconocen que esos
papelitos de color son el objeto del deseo de algunos indeseables). Los regalos
prácticos son equilibrados, a la mitad de las personas les produce incomodidad
pedirlos y al resto les parecen necesarios, pero no saben como expresarlo, por
incomodidad. Los últimos, los que llevan mensajes, no se pueden enunciar se
deben descubrir con la sorpresa y el aliento contenido cuando el papel se rompe
con una pizca de desesperación y un anhelo que nos pide ser niños por un
segundo más.
Por eso, no preguntes que quiere alguien como regalo, sondea tu ánimo,
equilíbralo con tu día, tradúcelo en el otro, acomódalo a tu billetera y
apáñate como puedas.