Para bien o para mal recibimos los que los demás consideran que
merecemos. No recibimos, muchas veces, las cosas por lo que hacemos, aunque
la hagamos bien o, en ocasiones, mal. La medida más exacta del merecimiento es una suma rara de percepción, situación y distancia que el otro tenga con uno. Esta premisa
elemental nos hace ruido pero es, fácilmente probable, si vemos los famosos merecimientos. Valga
el siguiente “botón” como muestra: los premios se los dan ciertas personas a
otras por sus merecimientos, según la lectura del "jurado". Si tú mismo te das el premio suena, mínimamente, a algo sin sentido.
Esto no quita, lo intentamos sin intentarlo, en ocasiones, con alma y vida para recibir lo que merecemos. A veces,
la lotería da el número correcto. Esto pasa mucho en las cosas cotidianas. ¡Sí!,
¿quién no experimentó el amor? Allí vemos que quien lo
vivió y vive sabe que el amor tiene una generosidad tal, que hasta atribuye
méritos que uno no lo tiene o que no aparecen a simple vista. ¿Será, tal vez por esa manía del amor de ver lo
oculto? O, tal vez, ¿por abusar de la idea de lo integral? Así, por ejemplo, te ven bello aunque no
respondas a ningún canon serio; o, te considera la personal ideal, escondida
tras los serios defectos y cosas como estas, que los demás ven con tanta
claridad. Y, aquellos que experimentamos el desamor, alguna vez, supimos que
muchas de las supuestas virtudes, sobre todas las que merecían caricias al
cuerpo y al alma pasaron a ser cosas olvidadas, frugales u horribles. Todo
basado que lo que antes merecía el todo, comenzó a merecer la nada.
La verdad, aunque nos duela, es que los demás nos hacen merecedores de
las cosas, en ocasiones con variables tan aleatorias, tan circunstanciales, tan
“absurdas e injustas", en ocasiones. Valga decirlo, aunque algunas veces, puedan
durar maravillosamente una vida entera. Por eso que, en definitiva, nuestro
testigo, nuestra testigo, rogamos que sea que los gestos reales siempre ocultan la
profundidad del sentir que tenemos.
Antes eso, uno sólo puede intentar dar lo mejor. Sentirse convencidos
que en cada gesto, en cada acción, en cada pensamiento, en cada entrega, en
cada encuentro, en cada noche, en cada día, en cada
caricia, en cada beso, en cada momento entregará el máximo real que dispone, en ese
instante, procurando que ese sea la forma de hacer que el único merecimiento que
importa llegue puntual al momento adecuado: aquel donde uno o el otro lo necesitamos.
Sí, sólo hay un merecimiento que vale la pena recibirlo: sé que me has
dado el máximo, aún en tus días de limitaciones. A veces, (¡ojalá!) eso
coincida con nuestra mejor idea de nosotros.
Pero si eso no llega, lloraremos, quizás, pero aún así podremos darnos
cuenta que nuestra paz no es por los merecimientos sino por el día a día donde
pusimos el máximo de nuestros posibles.