La vida se comparte. En este simple hecho radica la complejidad del
ser humano. No estamos solos. No vivimos solos. Sólo sentimos solos, quizás. El
compartir, con intención de hacerlo o sin la misma, marca nuestra existencia.
Caminamos o deambulamos por lo que nos toca de tiempo con alguien. Es verdad
pueden ignorar nuestra presencia. Pueden menospreciarla y hasta hacerla
desaparecer, pero allí están la presencia de uno y de los demás en parte de lo
cotidiano.
Compartimos lo circunstancial –sea esto debido al clima, a la época
del año, a lo laboral, a lo festivo y un largo etcétera-. Compartimos por
decisión –o la desidia para decidir en ocasiones que crea más decisiones de las
que imaginamos-. Compartimos por el placer de compartir, por la obligación de
tener que hacerlo –si, el ser humano “tiene” muchas veces a pesar de los que
digan algunos-; compartimos con el deseo de hacerlo y con el deseo de hacerlo
no siempre podemos compartir. Compartimos entregando el alma al hacerlo y
compartimos retaceando el cuerpo también. Compartir define, en definitiva,
nuestro andar por estos parajes.
La inevitabilidad de la acción no va en contra, valga aclararlo, en el
arte que podemos desarrollar en la misma. He aquí, la magia que nos puede
envolver. Hacer de una acción ineludible un manjar de los sentidos (en sus dos significados),
una verdadera orfebrería ofrecida. He aquí un norte que nos cambia el andar:
transformar el compartir en un acto que nos represente un poco más, es decir,
que vaya en el nuestra simple calidez, nuestro perfume, nuestra melodía. De ese
modo podremos ser maestros de los momentos: esos instantes en los que somos
capaces de compartir intimidad.
Todo lo bueno que el ser humano hace está asociado al hecho de compartir: la risa, el beso, el baile, el sexo -como ejemplos del compartir magnífico que disponemos-. Se comparte la comida y se transforma en calidez; se comparte un café y se hace encuentro; se comparte desnudez y se hace erotismo, se comparte una cama y se hace el amor. Por supuesto, en esos casos en que cada uno de esos gestos va acompañado de la apertura de una intimidad que nos apacigua, no necesariamente que confiesa.
Todo lo bueno que el ser humano hace está asociado al hecho de compartir: la risa, el beso, el baile, el sexo -como ejemplos del compartir magnífico que disponemos-. Se comparte la comida y se transforma en calidez; se comparte un café y se hace encuentro; se comparte desnudez y se hace erotismo, se comparte una cama y se hace el amor. Por supuesto, en esos casos en que cada uno de esos gestos va acompañado de la apertura de una intimidad que nos apacigua, no necesariamente que confiesa.
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