Cada uno tiene un lugar en el mundo. Ese lugar donde se siente
en paz y donde el corazón se aquieta. Ese lugar donde uno cree que todo puede ser
mejor y que aún las dificultades tendrán una solución eficaz. Es ese lugar donde
uno se siente protegido, donde las cosas son familiares y que, en definitiva,
parece que nos alcanza con lo que uno percibe de mundo a través de nuestros sentido; Así, el mundo
es hasta donde miro, hasta donde escucho, hasta donde puedo tocar. Los gustos
de mi mundo son los sabores que se hacen en ese lugar. No estoy hablando de chauvinismos
ni reales ni disfrazados. Esas personas que gritan que nada puede ser mejor que
lo de uno. Estúpidos nacionalismos sin otro sentido que fomentar el odio y la
discriminación. Estoy hablando de lo que le atañe a uno y nada más. Sin que sea
una ley general, es más quizás todo lo contrario. El lugar donde uno se siente
a gusto. Ese sitio, como diría el poeta, “entre la montaña y el mar” y donde
uno quisiera ser enterrado, como síntesis de la idea.
Encontrar un lugar en el mundo no quiere decir que uno va a permanecer
allí o que toda su vida se desarrolle en ese sitio. Es más, uno puede disfrutar
del andar por los caminos y perderse por otras ciudades donde descubrirá con
verdadero deleite músicas, sabores, texturas y colores diferentes y se sentirá
halagado, embriagado y emocionado por el simple hecho de poder percibirlo como
reales, como necesarios, como exultantes. Sin embargo, más allá de eso, ese
lugar que uno descubre como su lugar en el mundo adquiere una noción que excede
esa sensación. Es el sitio donde uno se hace cosmos, podemos decir. Ese lugar
donde parece que uno escucha mejor el mensaje que la eternidad tiene guardado
para cada uno.
Es lindo pensar que hay un lugar para cada uno y que uno pueda descubrirlo. Es fundamental no confundirse con el lugar del otro, aunque sea
cercano. Cada uno debe asumir su propio lugar y con ello dejar que las cosas
fluyan. No podemos compartir el lugar, podemos compartir la sensación que
experimentamos.