La desnudez ha alcanzado una división esperpéntica. Así están, de un
lado, los que pueden estar desnudos y, en el otro –gran parte de la humanidad-
los que no deberían estarlo. Los primeros signados por esa mezcla actual de "photoshop" y personas que se esfuerzan lo impensable en ser como la representación de esas imágenes virtuales. Un color particular –asociado a la luz y al sol-, unas formas muy
específicas –curvas y muestras de la msuculatura que hay debajo de la piel- y
una mirada que invita a la idea de ser dueños absolutos del placer. Todo eso
desde páginas de revistas y otros artilugios de los medios.
En la vida real, uno debe hacer algo para acercarse a ese símil-ley
humana de la belleza o resignarse a quedar en el inframundo. Así los primeros
pueden, cuando sus majestades lo deseen, mostrar su desnudez con la altivez de
los dioses, sabiéndose que son bellos, ergo, deseados, ergo, amados. Los demás,
nosotros los pobres mortales, debemos ocultar nuestra desnudez a los lugares
pensados para ello, habitáculos cerrados, donde la penumbra y cierta obscuridad
garantizan al mundo que nuestra piel imperfecta, nuestras barrigas, prominentes
o deformes, nuestros músculos no torneados con certeza de orfebre no sean
expuestos como un atributo de la desnudez real.
Estar desnudo es una de esas cosas que hacen las personas que tienen
un cuerpo. Valga remarcarlo, un cuerpo. A riesgo de ser repetitivo, lo digamos:
si tienes un cuerpo estarás desnudo. La desnudez no está asociada a la firmeza
de las carnes, al color bronceado, al uso de siliconas, a una consecuencia
lógica de horas de gimnasio, a esas curvas que ciertos cuerpos adquieren, a la
juventud, ni a lo que se vende como erótico. La desnudez está asociada a la
simple cuestión de poseer un cuerpo. Tú, yo y el del lado.
Esta perogrullada que enuncié implica una cuestión no menor: que
conocer y asumir nuestro propio cuerpo (con sus límites y sus gracias, con sus
colores y sus cambios, con sus movimientos y con sus “cosas”) es el camino más
corto al placer, al bienestar, a la sensualidad y al erotismo. Disfrutar la
desnudez es parte de este principio. Compartirla con quien uno desee es,
obviamente, una parte complementaria –no imprescindible- de esa premisa. Pero maravillosa de poder hacerlo.
En definitiva, pensemos que nuestra desnudez es un hecho “natural” -como inevitable-, aprender
a disfrutarla es un aprendizaje que debemos hacer.