Un estudio reciente del Journal of Sexual Medicine asegura que siete
minutos son suficientes para tener relaciones sexuales completamente
satisfactorias. Recordemos, también, que el orgasmo promedio dura entre 3 y 12
segundos. Sólo 420 segundos y un 1% de ellos para el goce. ¡Diablos! Podemos decir,
tan poquito. Un nuevo hecho científico desnudado –que bien esta palabra aquí-.
Ya lo sabemos. Pero, lo cierto, es que nadie anda cronometrando en sus
relaciones –bueno, algunos pero es otro problema-. Es más podemos agregar que
si cronometramos seguramente el placer no aparecerá.
Si uno piensa los encuentros amorosos que tuvo –si queremos ser
cuidadosos con el lenguaje- o sexuales, en ocasiones coitales, – si llamamos a
las cosas de manera más concreta-, lo que nos queda en la piel, en la retina,
en la memoria, o en donde albergamos nuestras sensaciones de placer están
asociadas al momento vivido y no al tiempo que se ha utilizado. Así, sea que
tuvimos una noche casi perfecta –nunca lo es porque siempre hay una noche más
para poder vivirla aún mejor- o si fue un escarceo rápido en un instante fugaz –en
algún lugar físicamente incomodo pero suficientemente excitante para intentarlo-
lo que resta en nuestras sensaciones escapa al conteo de segundos, se filtra en
la piel y ocupa los sentidos donde los placeres se traducen de tantas formas
diferentes.
Lo cierto sigue siendo que no importará nunca el tiempo que dure sino
la consistencia de esa red en la que nos permitimos abandonarnos. La que
nosotros tejemos y, sobre todo, aquella que conseguimos tejer con la compañía con
la que nos permitirnos un instante o una vida de placer.
El placer siempre llega cuando nos permitimos el lujo de estar en ese
instante donde la intimidad, aunque sea en silencio se construye de una manera
tan particular que no se repite más. Tal vez, esas veces, son las que uno
siempre recuerda, y queda, como tatuaje, que va recubriendo cada pedazo de esa
piel interna que tenemos.
El encuentro permite llegar a esos caminos de la satisfacción y por
allí encontramos los senderos que nos pueden conducir al placer. No se trata de
caminarlos como turistas, sino descubrirlos como habitantes de ese espacio.
Hacerlo es mucho más que dedicarse, es permitirse la locura de ofrecerse, de
ser y de estar, aunque sea pasajeramente, como la vida misma.