Cuando pensamos
en democracia como forma de gobierno muchos piensan en un sistema que garantice
los derechos humanos como criterio excluyente de toda política del estado. Algo
así como un esfuerzo sistemático para que estos sean defendidos, estimulados, promovidos,
respetados y efectivizados. Al mismo tiempo, se piensa, que existirá un estado
de alerta permanente contra todo aquello que los afecte, los ofenda, los limite
o los anule. En nuestro país, de acuerdo a la decisión jurídica que se tomó los
crímenes del estado contra los derechos humanos son imprescriptibles por su
gravedad y por el poder que ostenta el estado contra el individuo.
En democracia, a
mi entender, el crimen que más afecta a los DDHH es la corrupción y, por
decisión de nuestro país, la corrupción del estado es más grave y es una
cuestión que debe ser considerada particularmente. Esto, sin desconocer la
importancia que tiene la corrupción que se realiza entre particulares como un
problema, pero allí le caben las generales de la ley. También es un delito. Pero
que en el caso del estado es más grave porque afecta el bien común y
directamente afecta a los DDHH.
No podemos
imaginar, ingenuamente, que un estado será ascético de toda corrupción y menos
pensar que toda denuncia de la oposición es válida por solo decirlo. Esa
discusión no debe negar una verdad: que el estado democrático debe garantizar un
sistema de control aceitado, eficaz, rápido y contundente que no permita que el
ciudadano común crea que la corrupción es una mancha de petróleo en un mar,
siempre incapaz de controlarse. Algo que queda sólo sujeto a la simpatía o
antipatía contras los gobernantes de turno.
Es decir, Lo que
si debe garantizar la democracia es el escuchar la voz de las personas que
viven bajo esa forma de gobierno. Esto implica que cuando la percepción de
corrupción se manifiesta como una constante podemos afirmar que el estado no está
haciendo algo por ello. En este punto donde quiero resaltar que ese no hacer
contra la corrupción implica una violación flagrante de los DDHH. Podemos con
retórica llevar la discusión a otro lado pero no se puede negar que la
corrupción del estado perjudica directamente a la posibilidad que los
ciudadanos gocen –en mayor o menos medida- de toda la amplitud de sus DDHH.
Negarlo es negar la evidencia. No en vano las Naciones Unidad establecieron el
9 de diciembre, el día anterior de los DDHH, como el día Internacional contra
la Corrupción. La corrupción en el estado de una democracia que se escuda con
políticas públicas de necesidad por situaciones de pobreza económica y que, al
mismo tiempo, muestra un enriquecimiento de la clase política sin importar su
signo político, es una ecuación que responde directamente a esa sentencia de
Platón: “la obra mayor de la injusticia es parecer justo sin serlo”.
Trabajar por los
DDHH debe asociarse directamente al hecho incuestionable de fomentar la
democracia como forma de gobierno positiva. Hoy, Saramago tiene razón cuando decía:
“La democracia se ha convertido en un
instrumento de dominio del poder económico y no tiene ninguna capacidad
de controlar los abusos de este poder”. Antes de poner el grito en el cielo por
la sentencia del escritor, cayendo en lugares comunes como: “que no es así” o
que “otras formas de gobierno son peores”, trabajemos sobre la cuestión, para
luego decir que está equivocado el escritor portugués. Si lo hacemos podremos
celebrar que la democracia que construimos nunca podrá ser aniquilada por
ningún poder militar y, sobre todo, prostituida por políticos vulgares, ineptos
y corruptos que sólo buscan el poder para enriquecerse a costa del pueblo que está
condenado a recibir sólo sus dádivas y no los derechos que le pertenecen.