sábado, diciembre 06, 2014

DDHH y democracia


Cuando pensamos en democracia como forma de gobierno muchos piensan en un sistema que garantice los derechos humanos como criterio excluyente de toda política del estado. Algo así como un esfuerzo sistemático para que estos sean defendidos, estimulados, promovidos, respetados y efectivizados. Al mismo tiempo, se piensa, que existirá un estado de alerta permanente contra todo aquello que los afecte, los ofenda, los limite o los anule. En nuestro país, de acuerdo a la decisión jurídica que se tomó los crímenes del estado contra los derechos humanos son imprescriptibles por su gravedad y por el poder que ostenta el estado contra el individuo.
En democracia, a mi entender, el crimen que más afecta a los DDHH es la corrupción y, por decisión de nuestro país, la corrupción del estado es más grave y es una cuestión que debe ser considerada particularmente. Esto, sin desconocer la importancia que tiene la corrupción que se realiza entre particulares como un problema, pero allí le caben las generales de la ley. También es un delito. Pero que en el caso del estado es más grave porque afecta el bien común y directamente afecta a los DDHH.
No podemos imaginar, ingenuamente, que un estado será ascético de toda corrupción y menos pensar que toda denuncia de la oposición es válida por solo decirlo. Esa discusión no debe negar una verdad: que el estado democrático debe garantizar un sistema de control aceitado, eficaz, rápido y contundente que no permita que el ciudadano común crea que la corrupción es una mancha de petróleo en un mar, siempre incapaz de controlarse. Algo que queda sólo sujeto a la simpatía o antipatía contras los gobernantes de turno.
Es decir, Lo que si debe garantizar la democracia es el escuchar la voz de las personas que viven bajo esa forma de gobierno. Esto implica que cuando la percepción de corrupción se manifiesta como una constante podemos afirmar que el estado no está haciendo algo por ello. En este punto donde quiero resaltar que ese no hacer contra la corrupción implica una violación flagrante de los DDHH. Podemos con retórica llevar la discusión a otro lado pero no se puede negar que la corrupción del estado perjudica directamente a la posibilidad que los ciudadanos gocen –en mayor o menos medida- de toda la amplitud de sus DDHH. Negarlo es negar la evidencia. No en vano las Naciones Unidad establecieron el 9 de diciembre, el día anterior de los DDHH, como el día Internacional contra la Corrupción. La corrupción en el estado de una democracia que se escuda con políticas públicas de necesidad por situaciones de pobreza económica y que, al mismo tiempo, muestra un enriquecimiento de la clase política sin importar su signo político, es una ecuación que responde directamente a esa sentencia de Platón: “la obra mayor de la injusticia es parecer justo sin serlo”.

Trabajar por los DDHH debe asociarse directamente al hecho incuestionable de fomentar la democracia como forma de gobierno positiva. Hoy, Saramago tiene razón cuando decía: “La democracia se ha convertido en un  instrumento de dominio del poder económico y no tiene ninguna capacidad de controlar los abusos de este poder”. Antes de poner el grito en el cielo por la sentencia del escritor, cayendo en lugares comunes como: “que no es así” o que “otras formas de gobierno son peores”, trabajemos sobre la cuestión, para luego decir que está equivocado el escritor portugués. Si lo hacemos podremos celebrar que la democracia que construimos nunca podrá ser aniquilada por ningún poder militar y, sobre todo, prostituida por políticos vulgares, ineptos y corruptos que sólo buscan el poder para enriquecerse a costa del pueblo que está condenado a recibir sólo sus dádivas y no los derechos que le pertenecen. 

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