A ver, lo digamos
claro: los seres humanos tenemos 6-7 emociones y con eso nos damos un festín.
Es decir, la expresamos de pocas maneras pero con eso hilvanamos miles de
vivencias, momentos y gestos. Hemos sido capaces de estar pasando por el
universo y llenar hojas y hojas de historias que algunas parecidas, otras
novedosas pero capaces de incentivar en otro alguna emoción. No existe especie
conocida con esa capacidad de expresar lo vivido, aún lo mismo con tanta variación.
Como si una escala musical de solo 7 notas y un abecedario de veinte y tantas
letras fueran el fondo interminable de una galera mágica. Si, la magia fuese
tan real. Porque hay realidad en esa formas caprichosas, sistemáticas,
irregulares, pensadas, expulsadas, racionales o lo que fuera de encadenar
palabras o notas.
Las diferencias
entre las personas son constantes. En la sutileza o en lo bruto. Somos
diferentes con ese otro que necesitamos y nos necesita, aún cuando no se
mencione “en actas”. La diferencia es parte de nuestra genética humana (como metáfora). Sin embargo, en esa
imposibilidad de ser iguales radica la riqueza de todos; porque en ella, en la
diferencia esta la fuente potencial de la riqueza. Somos más por que el otro
nos puede dar un poco más, un poco diferente (nunca olvidar que somos el otro
para los demás). La posibilidad de eso se instala a partir de la palabra que,
podríamos decir, son los puentes que nos permiten la cercanía con el abismo que
tantas veces nos puede separar. Pero la palabra, como puente imaginario sólo
sirve si nos abocamos a la tarea de usarla. Perdón por la evidencia: los
puentes nos permiten sortear el rio, pero para hacerlo hay que usarlo. Pues en
eso debemos ocupar nuestro esfuerzo. Quizás, en ello, esté la ecuación exacta
que nos permita avanzar hacia la paz, hacia la felicidad que siempre será con
el otro. Así que, ¿porque no convertirnos en embajadores de la palabra?