Más allá de los sentidos religiosos, de los rituales amados y renegados, de las sutilezas de los mitos y de toda esa yerba, la navidad nos sigue permitiendo el lujo del encuentro, del saludo, de la sencilla y contundente imagen del otro como importante, del intento real de compartir comida, compañía y alegría y de permitirse la emoción de lo ya conocido pero que, nuevamente, nos llega.
Si, la navidad, con sus colores, con sus comidas, con sus regalos, con sus saludos, con todo ello, sigue siendo ese momento que nos permitimos tanto de humanidad, con tan poco. Vaya que vale la pena.