Hace diez años
moría mi padre. Diez años. Mucho tiempo. Yo no estaba cuando pasó. Llegué con
el ya enterrado. Me quedan los recuerdos y esos olvidos que la memoria me
juega. Entre ellos se acomoda siempre su ausencia. Mis lágrimas, que derramó
cada tanto, siempre la nutren. La ausencia es una constante. Está allí hablando
de la ausencia y por más que la voz sea queda esta allí, hablándome un poco más
de esas cosas compartidas y de aquellas que nunca podré tener. Esa es la
ausencia total, aquella que nos deja sin un pequeño universo de cosas
cotidianas que son, las que en definitiva, nos permite recrear la vida en cada
instante.
De todo lo que la
ausencia me priva, hoy, me hace falta el cariño, no sólo el que recibía sino el
que daba. Porque dar cariño y que alguien lo reciba dándote la sensación de
recibir un tesoro eso es la esperanza que nos hace sentir que la suma de todas
las cosas es posible.
El resto, que es
tanto, hasta es parte de la vida que no esté tanto tiempo. Pero eso, el cariño
que se puede dar y recibir y que produzca esa sensación tan íntima que nos
cobija, nos exalta, nos estimula, nos enriquece y nos permite el camino interminable
a todas las utopías, eso es lo que la ausencia total nos quita.
Si, quedan estos
otros cariños que aún damos y recibimos y que, sin dudas, nos permite todo eso
que mencioné porque cada cariño expresado y recibido siempre es la síntesis perfecta
de la “suma de todos los amaneceres del mundo”. Pero cada cariño digamos tiene
nombre y apellido. Se hace a la medida, se adapta con el tiempo a esa persona
que le damos y por eso, nos pesa tanto que falte.
Así que si, me
falta mi padre y ese cariño y este cariño que se desangra sin parar.