La actitud es una palabra simpática. Forma
parte de cualquier léxico de auto ayuda, por ejemplo. Con ella nos dan la
pelota y a jugar. También forma parte de varias disputas cuando las cosas van
mal en algo donde hacen falta dos o más para concretizar. Desde un equipo de futbol
hasta una pareja.
En cuanto es medida para que el otro evalúe,
allí se hace un poco más complicado y, muchas veces, es una medida injusta.
Porque la actitud la evalúa el que se posiciona en juez de lo que se hace. Ya
se transforma en arbitrario y, por lo tanto, en una piedra filosofal. ¿Cuál
sería la medida de aptitud correcta? La que satisface al otro Pero la actitud
la tenemos nosotros. Entonces ¿quién evalúa lo que hacemos y cuanto de nosotros
ponemos en ello? ¿El otro? Hay un tufillo de injusticia.
Esto no quiere decir que el otro deba
conformarse con algo que no siente que es lo que necesita. Eso está claro.
Jamás debemos consentir lo que nos produce displacer, nos enoja, nos molesta,
nos angustia, nos produce la tristeza irremediable en la compañía. Pero lo que
si voy a insistir es tengamos cuidado con traducir eso que nos falta en una
simple falta de actitud. En esas utilizaciones de actitud, siento que estamos
cometiendo un error y, sobre todo, siendo injustos.
Ahora bien, esto parece una sentencia final. No
me gusta, no puedo pedir el cambio de actitud y entonces, chau picho! No. Lo
que estoy diciendo que aún que esa posibilidad exista. No es el pedido de
cambio de actitud lo que hace que algo funcione, es el dialogo que permite que
se aceiten las cosas y que produzca el verdadero cambio de actitud personal que
genera, directamente, el encuentro real, el placer enriquecedor y la
experiencia de vivir compartida.