La vida, siempre dicen,
es ese camino que hacemos por esta tierra conocida durante un tiempo. Dura lo
que dura pero siempre importa como dijo Vinicius “que nao seja eterna pero que
sea infinita mientras dure”.
Sea como sea la vida
que vivimos es bueno pensar que necesitamos testigos de ella. Los testigos iníciales
son nuestros padres, o sea nuestra familia, aquella que nos permite crecer y
alimentarnos –de todas las maneras posibles- hasta que salimos a eso que se
llama adultez o, en ocasiones, nos empujan. Me explico, no quiere decir que esa
familia deja de ser nuestra familia, sino que deja su papel principal de
testigo. En la adultez vamos cambiando de testigos muchas veces. Hasta que un
día formamos una nueva familia, distinta de la anterior en la medida que la
tomamos como propia y real. Para hacerlo, uno elije a alguien que, a su vez,
nos elije. Al hacerlo, escogemos, de alguna forma ese testigo que al cabo de un
tiempo sabrá, con suerte, de nuestra vida y todo lo que conlleva: nuestros
placeres, nuestras inquietudes, nuestros medios, nuestros fracasos, nuestros
sueños, nuestras utopías, nuestros logros. Si el tiempo de compañía se extiende
durante algún tiempo (cincuenta años es más que algún tiempo, es una vida
misma) será no solo testigo de eso sino de ese andar donde concretizamos sueños
en realidades, donde hacemos que las realidades tomen brillo, donde las cosas
se edifiquen y otras no tanto, que las expresiones de deseo se conviertan en
verdades o no, que las mentiras que podemos tejer se vuelvan verdades o al
revés.
La vida siempre es un
poco mucho, de tantas y diversas cosas. Por eso, los seres humanos nos damos el
lujo de ordenarla de tantas formas diferentes, de acuerdo al ánimo que tenemos,
el que, valga recordarlo, puede ser siempre confuso. Pero, sin embargo, sea
como sea siempre encontramos “hitos” para marcarla como si fuese una forma de
recordar que en el trayecto, aún en el largo, ha habido varios lugares donde podemos
encontrar la síntesis significativa de lo andado.
Un viaje, y la vida lo
es, lo contamos para el mundo por las grandes ciudades, pero con quien nos
acompaña en el viaje, la vivimos en las
cosas cotidianas, en las que no tienen el peso de los “hitos” pero si, la
dimensión exacta y maravillosa de lo imprescindible. Las dos formas son tan
intensas para contarla pero es la suma de las dos cosas la que hemos vivido. Es
como la memoria, que siempre nos hace jugar un poco mucho, se impregna
completamente sólo en uno y nos permite versiones limitadas para los demás.
Es decir, podemos
contar el haber pasado por la plaza San Marco, en Venecia, con nuestra testigo
preferencial, por ejemplo y hasta mostrar las fotos; pero, no necesariamente vamos
a contar sobre las caricias que hemos recibido en esa ciudad de quien hemos
elegido y como nos dio el don de poder darlas. Sin embargo, lo primero toma
valor porque lo segundo, lo que queda en la piel, como tatuajes indelebles, tuvo
valor, en ese momento y aún hoy.
Cuando pasan mucho
tiempo de ser testigo de alguien –y cincuenta años es bastante tiempo, aunque
también lo son veinte y hasta quince- quizás hacemos recuentos de los grandes
“hitos” y lo plasmamos de muchas maneras. Son intentos de síntesis de la suma
de los días y noches donde lo cotidiano nos permitió estar. Recordamos de algún
modo y, estoy convencido, muchas veces la memoria nos perdona muchas cosas en
ese recuerdo tan “sui generis”. Es decir, hacemos con lo que reconstituimos,
“una suerte de cuadro” que nos condensa algo –siempre más de lo que mostramos y
mucho menos de lo que vivimos-, pero lo sabemos, la vida compartida, esa que
tuvo el conjunto de las risas y lágrimas posibles, la que conlleva los
recuerdos y los olvidos, la que tuvo las decepciones y los logros, la que sólo
se vive porque hubo inquietudes y certezas, esa es la que están en las arrugas
hermosas que el alma tiene por lo vivido, en los grises que son plata en los
cabellos pero, sobre todo, en la mirada que no es la que ve, sino la que
percibe, en los sonidos de antiguas músicas que no son conocidas por todos pero
si por dos y eso, a veces, es lo que hace que la vida siempre haya valido la
pena vivirla de a dos.
Salud por los que se
animan a ser testigos, dos antiguos desconocidos que se encontraron porque se
dio y que se permitieron el desafío en la adversidad y en la bonanza y así
darse el lujo de poder compartir el día a día, donde radica, la simple
felicidad de sentirse junto a alguien que uno siente especial.
g.