Mi hijo, con sus 5 años, a veces tiene ese
comportamiento adulto tan absurdo que consiste en renegar por algo
intrascendente privándose del placer que está allí, frente a él. Nunca
insistimos demasiado sobre el “tiempo perdido”, ese tiempo que dejamos ir sin
habernos sumergido en la instancia que nos propone. Pero eso es, en realidad,
una dimensión del adulto –o de alguno de ellos-. Tomamos conciencia de ello
cuando tomamos conciencia que somos mortales o cuando nos descubrimos que el
amor eterno se termina, en ocasiones, un poco más lejos, un poco más cerca,
pero bien lejos de la eternidad deseada
(Aún aquellos que logran atravesar toda una vida).
Lo que sigue siendo llamativo es que los seres
humanos nos perdemos, en ocasiones, el placer que está allí, frente a nuestras
narices y a nuestra disposición. Como si tuviésemos, a veces, miedo de adquirir
una deuda impagable. Me acuerdo de haber privado de besar labios que estaban allí,
cerca de mí, respirándonos los pensamientos, porque no había conseguido el “sí,
bésame” que ni siguiera había preguntado. Así de absurdo. Pero allí, los labios
tan próximos que estoy seguro que en otro mundo no sólo fue un beso, sino una
odisea de amor.
Miedos, dudas, inseguridad, estupidez,
ignorancia, incapacidades y quien sabe más, nos evitan avanzar por los senderos
desconocidos hasta allí, que conducen a alguna idea de satisfacción y, por
ello, nos privamos de manjares sólo puestos para nosotros, sin otra deuda que
disfrutarlos sin producir daño.