Sabemos que las redes sociales son un lujo de esta época y que puede favorecer la comunicación. Recibir
fotos, guiños, (“emoticons”), comentarios y demás de personas que importan y que
no están “aquí y ahora” es esplendoroso. Para ello, muchas veces hay que pagar
el recibir fotos, guiños, frases poco ingeniosas, humor repetido, emoticons infinito de personas que te
importan poco y nada y a las que vos, realmente, tampoco le importas, por más
que lo oculten sobre corazones, besos, palmadas y un montón de “te quiero” con
un número imbécil de signos de admiración.
Sin embargo, hay algo que siempre me hace ruido en todo esto. Es cuando se prefiere que la confesión
que nos desnuda se haga por whatshApp u otra red social. A ver, estoy hablando de esa confesión que nos desnuda, fragilizandonos. Esa que cuando uno puede hacerla frente a la presencia del otro también genera una fragilidad en quien escucha y que por ello nos genera una sensación tan humana de cercanía. Porque la confesión es una forma de comunicar que implica tiempo y presencia. Efectivamente, cuando alguien nos confiesa su pena, su estado de fragilidad nos obliga
a estar presente de un modo que nos exponemos al estímulo intenso de lo que nos
cuentan. Si alguien nos cuenta algo difícil para él, intentamos poner cara de póquer
o, ojalá, ser empáticos y sabemos que nuestro rostro, nuestro cuerpo presente,
nuestros gestos o su ausencia, no son menores. En la pantalla podemos mandar
emoticons de compañía mientras organizamos una fiesta en paralelo con otra
persona con mejor ánimo en ese momento, ni decir que podemos ir al baño al
mismo tiempo que nos cuentan un pequeño drama griego.
Si, lo sé, lo aceptamos porque es lo que hay. Pero no quita, la
confesión cara a cara nos obliga de otro modo, nos hace presentes de una forma
ancestral estar junto al otro cuando el otro expone su fragilidad. Nos obliga a
hacer. La pregunta imprescindible es si no estamos perdiendo algo al reservar
la “confesión” del otro a una circunstancia. A algo que, por lo general, pasa
en redes sociales, y menos en la vida cotidiana.
Podrán decirme, hasta quienes ocupan mucho el whatshApp, que no es así,
que el encuentro sigue siendo lo más habitual. No hay estadísticas fiables y si
las hubiese, todos pensamos que somos la excepción. Pero, sería bueno
preguntarnos sobre eso, ¿cuándo fue la última vez que nos ofrecimos para
escuchar una “confesión” al modo antiguo, donde uno prestaba el oído, prestaba
el corazón y sólo intentaba consolar la fragilidad expuesta? ¿Cuándo fue la
última vez que vimos al otro no como una actualización que ya contada quedo
vieja, sino como una persona que nos ofrece su fragilidad y precisa nuestra
escucha integral?
Recordemos que, quizás, una buena confesión que ayuda, necesita el
consuelo de unos ojos que nos miran, una caricia hecha con el tacto y un abrazo bien real. Que se la va a hacer,
es la vida de los humanos capaces de construir las redes sociales y tan
necesitados siempre del contacto.