Cuando nos sentamos
a descansar un poco del camino realizado, a tomar aire y respirar un poco de lo vivido, allí, la
memoria se detiene en hechos simples. Allí, son los pequeños gestos los que
aparecen, son esos detalles que nos hicieron sonreír, reír, llorar, gritar y
compartir. Recordamos, quizás lo espectacular del escenario –para quien ha
tenido la suerte de viajar o de vivir fuera- o, para otros, el escenario es el
de siempre. Pero no recordamos ese escenario sino los detalles en que nos sentimos
tremendamente humanos y que el resto era circunstancial.
Detalles como saludos especiales, un café
compartido, ese amigo y aquellos otros también, un atardecer que nos deslumbró,
un abrazo que fue capaz de unir nuestras partes rotas, una risa espontánea, un
juego que nos hizo olvidar la edad y recordar la niñez, una conversación simple
sobre alguna cosa tonta con alguien que ya no está porque decidió, porque
decidiste o porque muerte lo hizo contra ti, una lágrima cursi por una película
aún más cursi, ese verso de poesía dicho, una música, un baile que sentiste que
volabas, una caminata sin sentido, la emoción contenida en los músculos y la
emoción contenida en los ojos –que no son la misma-, un brindis, besos –siempre
muchos, siempre multicolores, siempre con aire de alma-, una carta que revisitas
–porque leer algo leído es, tantas veces pasearse por esos lados-, un mensaje
escrito para alguien o también ese mensaje simple escrito en un papel cualquiera
que recuerdas, una llave que te dieron que no habría puerta alguna pero
sintetizaba un futuro que ya se fue, esas fotografías perfectas para ti
solamente, varias lágrimas, ese personaje que te cautivó, un viaje imposible,
hecho o aún deseado, ese viaje repetido desde el 68 hasta que puedas, una
cabalgata por donde corresponde, el pasto que pisaste, un regalo que te iluminó
el rostro y ese que hiciste que te sentiste rey, un niño que te miró y te hizo
una pregunta con la serie ternura de la inquietud infantil, todo de ese niño
que te llama papa, aquella fiesta, ese baile, esa compañía, ese deseo que no se
pudo hacer, ese otro que se hizo cotidiano, esa ausencia que te acompaña, ese
mar donde eras tú y nadie más, esa terraza donde piel y luna hablaban contigo y
con ella de testigo, esa comida simple hecha rápidamente y disfrutada, esos
asados que ya no son pero que fueron, esos lechos donde reposaste gozado,
gozante, esa flor y todas las demás, los versos leídos y los otros que
intentaste escribir, la palabra dicha, la palabra escuchada, el piropo recibido
y aquel que diste a ella y que sonrío, ese silencio incomodo, ese beso que no
fue, las caricias que sobraban y faltaban, ese “te amo”, las estrellas inconmensurables,
la música en tu cabeza, la música en los oídos y la música en el alma, esa
réplica imposible, esa réplica que quisiste decir, las carcajadas salidas de la
nada y basadas en ese humor que solo vos y alguien más entiende, un circo, ese
gozo conseguido tantas veces pero ese gozo en particular, el libro que te
recuerda humanamente sensible, aquella persona que recibió la mano de ese modo
que aún perdura su generosa disponibilidad, el encuentro imposible, el encuentro
posible que no hiciste realidad, esa ducha cerca del lago, la piscina donde te
sostenía la calma, la piel desnuda y tu desnudez como aceptación, los textos
escritos y borrados, tal vez alguno de los que soñaste escribir, esa caminata
sobre la arena y la otra sobre el bosque, ese abrazo al bosque cercano, flores
de nuevo, las del suelo y las del florista, una nota que nunca viste leer y
esas que se leyeron mal, las lágrimas, nuevamente, que nunca derramé, las
ansias de decir lo no dicho aunque sea repitiendo palabras, una película infantil,
y esas otras que siempre vuelvo.
Una cena con poco, una navidad con muchos, una sonrisa de dientes blancos, un almuerzo de alegrías, una torta o, tal vez más, los juegos de aquella niñez y de esta otra, el dulce aroma de las cosas cotidianas. La piel, la imaginada, la deseada, la circunstancial, la esperada. La compañía de la soledad, la simple compañía del momento y la compañía sorprendente que se hace realidad cotidiana.
Una cena con poco, una navidad con muchos, una sonrisa de dientes blancos, un almuerzo de alegrías, una torta o, tal vez más, los juegos de aquella niñez y de esta otra, el dulce aroma de las cosas cotidianas. La piel, la imaginada, la deseada, la circunstancial, la esperada. La compañía de la soledad, la simple compañía del momento y la compañía sorprendente que se hace realidad cotidiana.
Sí, es una lista desordenada, de esas que se hacen
aquí y ahora y que se pretenden exhaustivas y faltan los detalles, porque
surgen del momento. Pero en definitiva si ves, uno evoca como detalles de la
vida momentos compartidos simples y sencillos. Al hacerla, las emociones saltan
por doquier. La nostalgia se hace presente y te das cuenta que tu vida se
resume en pequeños detalles que ordenas de forma aleatoria, que recuerdas
cuando recuerdas porque lo necesitas y que, en definitiva, sólo valen su peso
en oro si son vivencias que te dan un poco de paz, un poco de la sutil emoción
de sentirte vivo.
La paz, aún con nostalgia, es que lo que evocas de
tu vida se resume en el recuerdo, siempre desordenado, caótico, sesgado,
limitado, pero siempre a hechos que te hacen sentir que tu vida es un manojo de
momentos positivos que te permitieron estar. No es el resumen de la felicidad,
es una síntesis dinámica y permanente de emociones compartidas.