El sexo es una actividad elemental en los seres humanos. A pesar de
los adelantos sigue siendo la forma casi universal que elegimos para procrear,
por ejemplo. Pero también la forma más contundente de pensar en “intimidad”,
por más que esta sea algo mayor y que no siempre incluye desnudos ni actividad
genital, algo que olvidamos muchas veces.
El sexo es también, tal vez, una de las actividades más deseadas
cuando lo experimentamos de forma positiva. Como si quisiéramos repetirlo de
forma constante o, para no ser tildados de “adictos”, cada cierto tiempo bien
razonable. Es lógico, si lo pensamos, el sexo es un encuentro que puede tener
la síntesis perfecta de la suma de los placeres.
Trato de justificar mi afirmación. Veamos el camino. El sexo comienza
en el encuentro con el otro que elegimos –hace rato o por este momento- digamos
que comienza en una actividad “social”. Una comida, un baile, un “café”. Así, antecede
al desnudo la curiosa oportunidad de ese hecho social. Tenemos que compartir un
momento y pensando en lo que viene, nos disponemos positivamente para que sea
“rico”. Así liberamos prejuicios y procuramos danzar con más de cuerpo y menos
de control “del que dirán”. Tal vez la comida, donde no intentamos ser chef
pero si cocinar como disposición, una de las maravillas de la cultura (la que
sea) y que luego en la mesa nos preocupamos de saborear, no de hincharnos
porque hay. Todo eso regado con deleitarnos con alguna bebida en la dosis de
paladar y no de somnolencia. En eso, motivado por el deseo y, ojalá, mostrando
nuestro mejor yo, hablamos con la intención que el otro le interese, nos
escuche y nos acompañe. Dejamos fluir el humor, como uno de los caminos más esplendorosos
que tenemos.
En ese andar, podemos llegar al sexo por el camino que tiene más
paisaje, más aromas, más sensaciones. Dejamos caer una caricia, esa que roza y
anticipa, nos animamos a la risa que convoca y a esa coreografía no pensada que
manda el lenguaje no verbal, tan reclamado y tan poco escuchado.
Todo a fuego lento, sin ánimo de apurar pero sintiendo que estamos
allí, “a punto caramelo”. Sin aguardarlo pero sabiendo que llega, aparece el
gesto que abre esa puerta, donde la caricia va un poco más allá, aun haciendo
lo mismo; donde el beso se hace intención recíproca y ansias traducidas, donde
la piel emerge ofrecida y buscada y donde la certeza tiene poco valor y el
andar la seguridad de estar. El mapa del cuerpo conocido se hace guía para ese
cuerpo real que está allí. Buscamos los espacios conocidos y si, se es
inteligente, uno se deja guiar para esos otros lados. No hay nada como dejarse
mostrar por el baqueano y, lo sabemos, el otro te puede señalar los tesoros de
su cuerpo o, si no los conociese, garantizar que son esos que tú creías.
Allí estás, intentando el gesto simple y efímero de “orgasmear”
haciendo lo repetido pero transformándolo en único. Dejar fluir el instante y sumergirte
en el placer o intentar hacerlo con todo vos. Luego, terminar pero sabiendo que
aún continua porque el sexo no se termina aún, abre esa opción que sigue
(siempre opcional) a que el cariño se expanda, el sentimiento se escuche de
otro modo y la quietud de los cuerpos retozando sea la forma más trascendente
paz y serenidad. Definitivamente, podemos sentirnos dioses en ese momento e,
inmediatamente tan humanos. Porque aun llegando al éxtasis perfecto, “propio de
los dioses”, sabemos que queremos hacerlo de nuevo, “propio de los seres
humanos".
Es sexo. Maravillosamente humano. Tan fácil de hacerlo que se puede
disfrazar de tanto, tan especial para sentirlo y que, al mismo tiempo, es
imposible disimularlo; tan riesgoso de ser monótono y aburrido, como tan
certero de ser incansablemente novedoso.
Ojalá, el sexo sea siempre una de las formas de encuentro de los seres
humanos. En ello también radica la esperanza de un futuro de paz, amor y
alegría.