La muerte nos muestra realidad. Tal vez por eso sea tan fuerte. Aparece de tantas maneras. Muchas de ellas conocidas, sin embargo, siempre imprevista, aun cuando se la espera de forma ansiosa. Quizás por eso las agonías son peores y la muerte es alivio.
Su aparición nos golpea con crueldad. De repente el vacío que se produce nos muestra una y otra cara de todo. De pronto los sentimientos se amontonan en los poros y también los de los demás que produce mareas en todos los sentidos. Vemos la desesperación en los rostros, en los gestos y en las palabras y frente a ello nos encontramos golpeados por eso que nos llega. Difícil de contener y sin mucho que se pueda decir para ser justos, exactos, lógicos, eficientes o lo que fuera. La muerte nos calla de forma impactante. Las palabras se repiten, los oídos se transforman en receptáculos que por momentos no quieren más nada y por otros solo reciben lo que se les ofrece sin procesarlos, solo para dejar que se liberen cosas.
La muerte nos ofrece humanidad, quitándola. Nos hace preguntarnos sobre lo imposible, sobre lo que no sabemos, nos confronta con los límites de lo imprevisible y con todo ello nos desafía a retomar normalidad con lo mismo, pero sólo con “casi” lo mismo. No existe forma de comprender, aceptar, enfrentar porque nos llega para decirnos que tantas veces no estamos preparados para ella. Quizás porque no exista una forma de hacerlo con real capacidad de convertirla en algo que podamos soportar.
La muerte siempre será una experiencia individual, única, irrepetible y que, definitivamente, nos invita a celebrar con más claridad la vida que queda.
Esto había escrito hace años. Esta semana, 50 personas muertas y más de 600 personas heridas sacudieron a la República Argentina. Fue un accidente de trenes. Dicen que era evitable. Dicen que dicen. Entonces, agregué a esas líneas lo siguiente: