Siempre estamos lejos de algún
sitio, de alguna persona. Es parte del viaje que realizamos durante nuestra
vida. Hoy, tan habitual para muchos, un viaje nos aleja de algo o de alguien
–por lógica nos acerca de otro sitio o de otra u otras personas-. La distancia
se puede medir en kilómetros o, tal vez, en millas, para algunos. Hoy podemos,
internet mediante, saber la distancia exacta que separa nuestro cuerpo de
alguien que está lejos. Pero esa exactitud no sirve de mucho puesto que la
distancia surge de una matemática imposible. Digo imposible porque contradice
uno de los axiomas matemáticos infantiles que aún recuerdo no se puede sumar
peras con manzanas. Independiente de la certeza de esta premisa pensemos que,
en realidad, la distancia que nos separa de otro punto toma valor por la
conjunción de kilómetros, situación de uno, de los demás, sentimientos que
albergamos y otras cosas que no podemos mesurar adecuadamente, aunque sopesamos
generalmente.
Así, sin darnos cuenta las cosas
se alejan y se acercan aunque no nos movamos mucho. Lo que está cerca nos
parece lejano y lo que está lejos lo sentimos bien cerquita, en ocasiones. Esta
matemática de la distancia, tan peculiar, tan personal, se hace con esos
valores que uno anda atesorando en sus vivencias. Es, sin dudas, esas
vivencias, que toman el valor “x” para lo demás pero que para nosotros es,
claramente un “π”, un número conocido, memorizado y con mucho sentido.
Hoy estoy lejos de personas que
son importantes. Esta distancia la elegí. Sin embargo, cuando los kilómetros se
hacen evidentes, aparece esa variable que tiene que ver con sentimientos, con
certezas que hacen que la distancia exacta sea igual al punto que hay entre uno
mismo y su corazón.
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