En nuestra vida siempre podemos tener momentos sublimes. Esos momentos que aparecen y que nos ofrecen la posibilidad concreta de ser felices, plenos y, quizás, de sentirnos emocionalmente plenos.
Un momento sublime es aquel que nos “obliga” a conectarnos con lo mejor que tenemos dentro de uno pero también asumiendo que es un instante. Pero lo efímero, en este caso, no juega en contra, sino que potencia las sensaciones. Lo sublime está asociado, necesariamente, a un estado que nos produce un placer, que nos hace vibrar de algún modo y que nos permite reconciliarnos, si, reconciliarnos, con eso que nos acerca a las sensaciones que por algunas razones, quizás, hemos dejado de percibir en algún momento.
Lo sublime es una oportunidad para nuestro espíritu y es, sin lugar a dudas, los instantes que balizan nuestro andar a la instancia suprema en la que nos sentimos ser parte de algo más, en comunión con alguien, con el aroma de lo que es holístico, universal y, curiosamente, eterno: el saber que el otro está allí, esperando, llegando, pensando, sintiendo, creyendo, viviendo.
Abramos nuestros sentidos para que lo sublime, eso que necesariamente será efímero y de vez en cuando, nos produzca el éxtasis que siempre generan los sentidos dispuestos.
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