La fragilidad identifica al ser
humano en algún instante de su vida o en varias etapas de su andar por este
mundo. Nadie puede (¿debe?) privarse de ser frágil en algún momento. El
nacimiento de un ser humano lo introduce al mundo de la fragilidad y para que
ella desaparezca hace falta que los demás nos lo permitan. Alguien debe
protegernos, literalmente, para que podamos desarrollarnos. Sin el otro,
estamos condenados, por esa fragilidad, a la desaparición.
A partir de esa inequívoca realidad
nos podemos erigir en seres independientes, con una fortaleza que hasta ignora
toda fragilidad. ¡Si!, los seres humanos se pueden constituir en seres que
ostentan, con sinceridad, una fortaleza constitutiva que aparenta, en ciertos
casos, innata. Pero la naturaleza humana, siempre cultural, está tejida sobre
la fragilidad.
La fragilidad, además de ser
constitutiva, es uno de los lujos que nos podemos dar. Digo lujo porque la
fragilidad es una de las esencias que conforman lo que llamamos el amor. El
amor como ese sentimiento que nos permite vincularnos al otro con la ambición
de la intimidad, con el ansia del compromiso y el deseo de la pasión.
Es también, esa fragilidad, la
que nos sacude cuando el amor, perdón, quien amamos, deja de hacerlo o, no necesariamente
sinónimo, se va. Es esa fragilidad la que nos hace tambalear cuando el universo
parece excluirnos de sus mieles y nos vemos rodeados de insensatez, por
ejemplo.
Es, vale decirlo, esa fragilidad
innata la que nos permite construir, curiosamente, perfección, esperanza,
complicidad y, de ese modo, ser capaces de tejer diálogos que nos acercan a
esos estados donde nos reflejamos en el otro, sabiéndonos siempre, diferentes
al otro.
Ser frágiles es nuestra
condición. Como también ofrecer a quien la ostenta la contención, la ternura y
la presencia necesaria para que esa fragilidad inevitable no dañe.