Duele Argentina, duele mi Tucumán, Duele Santiago. En este caso, por el mismo dolor: mujeres asesinadas por ser mujeres. El feminicidio como consecuencia de la violencia que no se puede controlar, limitar, eliminar. Nos debe doler, como tantas otras cosas que sentimos que, en este siglo XXI, deberíamos haber controlado mejor. Pero allí están, mostrando que, como alguna vez un profesor de historia me dijo: la humanidad no ha avanzado como creemos, aún sigue siendo el asesinato un recurso que tiene el ser humano frente al otro, por el simple hecho de ser otro. Alguien, en este caso, un varón, decide que ella debe morir amparándose en un código arcaico, en una noción perimida, asumiendo lo que es imposible: que otro ser humano sea una posesión.
El dolor no podrá evitarse, pero se tapará. La tristeza, la
desesperanza, el peso de lo sucedido ocupara nuestros sentidos y muchas
conversaciones. Cada cual lo procesará del modo que pueda. Se clamará por lo
terrible que es. Lo que se hizo, lo que no se hizo, lo que se destruyó. Luego,
poco a poco, por la “maldita” resiliencia, la “inevitable” adaptación, la
“cuestionable” sobrevivencia se seguirá adelante, hasta la próxima violencia.
Pero, quizás, sea el momento para volver a pensar sobre lo
que más dolor puede causar y lo que es lo más difícil de hacer: es momento de
analizar y comprender que hemos hecho mal. Analizar la suma de factores que
permiten que lleguemos a eso, para luego, darle un orden de prioridad para
resolver. Allí radica la única y real esperanza que como sociedad seamos
capaces de mejorar.
Pero, hoy, vuelvo a creer que es difícil. Porque, en
definitiva, parece que es momento de repensar en cómo se da el poder, se lo
controla y se lo canaliza. Como establecemos contratos sociales que sean
mejores para todos y todas y que su control cotidiano sea un ejercicio de
ciudadanía real y no de circunstancias. Básicamente es pensar que, dado que el
ejercicio del poder es inevitable en el ser humano en general, el control del
mismo debe ser una condición sine qua non
para que el ser humano pueda aspirar a lo mejor que puede aspirar.
La muerte de una mujer por ser mujer, llámese Paola, en
Tucumán o Marisol en Santiago (por citar dos casos de una lista demasiado larga
en nuestro país), debería implicar, como sociedad, un punto bisagra en la
historia. Lo evitable pasó. Nos hace daño. Nos hiere mal. Pero también ya es
parte del pasado. Del ayer. Ahora, con el dolor por lo vivido, por todo nos
queda en pensar que hacemos para cambiar el camino que nos hundió. Hoy estamos
con la tristeza sacudiéndonos, con el duelo inevitable y necesario para hacer,
con las lágrimas que laceran el interior, aunque no se muestren omnipresentes.
Pero también hoy es urgente que pensemos, de algún modo, como hacemos lo que
realmente una urgencia: crear una sociedad que nunca jamás permita, acepte o
pueda pasar esto que pasó.
Duele eso, nos debe doler como sociedad, sin distinción. Una
muerte que se podría haber evitado nos debe doler. Porque en ese dolor, también
radica la posibilidad de la esperanza, de multiplicar nuestros esfuerzos, de
gritar, de exigir, de trabajar por lo que es una declaración de principios: NI
UNA MENOS. Aun podemos ser mejores como sociedad, como grupo humano que se
precie de pretender que la humanidad es mejor, mucho mejor, de lo que algunos
se esmeran en denostar: no más violencia es quizás una utopía, el ser humano
aún debe aprender tanto, pero no por ello debemos dejar de caminar hacia ella,
porque como bien decían, la utopía sirve para seguir caminando hacia donde
queremos. Entonces, a hacerlo, vamos hacia donde soñamos, pensamos y deseamos.
El futuro siempre debe ser conjugado en presente.
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