La vida son tantas cosas que nos pasan que uno va escogiendo como medirla sin caer en la simplicidad de cronos. Siempre pensé que la vida se mide realmente por momentos. Encuentro en ese instante de vida la síntesis elocuente de la existencia. Un momento, decía hace tiempo, es un espacio de intimidad compartida. Pues cuando pasa, uno puede condensar en alguna arista, en algún instante, en alguna actividad o pensamiento, un poco mucho de lo que somos y nos permitimos ser. Un momento no como una cuestión trascendente, sino puede ser como una sonrisa compartida al pasar. Esos momentos se van juntando como si fueran perlas que condensan la belleza y la pureza que nos habla de nosotros. Así pensé que la vida es un conjunto que de perlas con las que hacemos collares de perlas y que con diferentes hilos vamos juntando las perlas.
Pero, también la vida, es importante recordar, heridas y cicatrices que vamos teniendo. Las heridas son parte de la vida, algunas sólo son golpes, otras son corte, donde fluye sangre y dolor. La vida es andar y al hacerlo, pasan cosas. Sería bueno creer, desear y aspirar que no habrá esas heridas, pero lo sabemos, no está en el menú del ser mortal. Por lo tanto, es inevitable que las cicatrices formen parte de nuestro propio mapa vital. No hablo de las que se hacen en la piel y algunas recuerdan algún trance que se resolvió con el amplio abanico que existe: desde una anécdota ya motivo de alegría hasta la que nos hace doler en la noche. Estoy hablando de las cicatrices que se hacen en el interior. Aquellas que no dejan marcas en la piel sino del lado de adentro, metafóricamente. También son inevitables. Las cicatrices son consecuencias del poder sentir, del poder compartir, del poder andar, del poder vivir.
Lo que cambia siempre será que hacemos con esas cicatrices.
Que hacemos con ese dolor que nos interpela tantas veces. Es allí donde está la
diferencia, pues sobre eso es que nos edificamos.
No existe receta tan conocida, pero hay, sin dudas formas
que tenemos de hacer frente a eso. La resiliencia aparece como un bien preciado
para estas cuestiones. Cultivarla, parece una apuesta segura a la vida, al
futuro, a lo mejor que podemos dar.
Lo segundo, saber que toda cicatriz, de las que hablo,
precisa el paliativo del testigo. Porque tener un testigo siempre es una forma
de sentir que el dolor se disipa un poco. Un testigo no es más que alguien con
quien podemos hablar libremente de lo que sentimos para poder sentir que no
sólo nos comprende, sino que podría hablar a favor nuestro. Porque, a veces, es
necesario saber que alguien puede defendernos de nosotros mismos.
A la noche, porque siempre es a la noche cuando pasan estas
cosas, nuestras cicatrices son el recuerdo tallado en nosotros que algo hicimos.
Ojalá, no mucho de lo cual nos arrepentimos y bastante de aquello donde fuimos
un poco más nosotros, un poco mejor.
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