miércoles, diciembre 30, 2015

Fin de año

Todo fin de año es un ejemplo más de nuestra humanidad. Tiene, efectivamente, muestras de todos los ingredientes que definen nuestra esencia como especie. Así, en nuestros cambios de almanaque se suelen acumular -de forma agradablemente caótica-: promesas (realizables y no), deseos (públicos y prohibidos), ambiciones (pequeñas y desmedidas), festejos (sentidos y desechables), palabras (usadas y vividas), encuentros (casuales y buscados), expectativas (imaginarias o reales), miedos (antiguos o nuevos), alegrías (pasajeras o intensas), tristezas (circunstanciales o profundas), sueños (de castillos en el aire o de casas en la playa), realidades (turbias, crueles, magníficas), desazón (de recuerdos o de presente), esperanza (personales o del mundo), sensaciones (de las unas y de las otras también), ausencias (de las que duelen, estas sin opción) y mucho más, seguramente.

Así, creemos que el mundo, el que nos rodea, y el otro también, van a cambiar y al sonar las campanadas soñamos que los egoístas dejarán de serlo, que los asesinos dejarán de matar, que los mediocres dejarán de vivir a costa del pueblo y los hijos de puta que pululan por doquier se convertirán en alguien mejor; luego -con un baño de realidad- sólo nos imaginamos que dejaremos ese vicio que nos jode, que superaremos esa pena que aún nos lacera el alma, que compartiremos un poco más. En definitiva nos convencemos que haremos lo que siempre decimos que haremos y que, varias veces, postergamos. Con todo ello -en el fondo- pretendemos creer que, finalmente, nos daremos cuenta que las cosas que importan son pocas y que merecen más atención de la que le damos.
Pero, lo sabemos, existen casi todas las posibilidades que los egoístas sigan siendo igual de egoístas, que los mediocres continúen a obstaculizar los trabajos comprometidos, que los hijos de puta perfeccionen su arte ancestral de hacer daño, que los asesinos sigan encontrando placer en serlo; como también que hay probabilidades que no dejemos ese vicio que aún nos produce placer o que no terminemos ese curso que iniciamos con tantas ganas pero sin ningún deseo. Frente a ello, quizás todo se reduzca a aceptar que tenemos un sólo un desafío que sintetiza la evolución que nos falta conseguir: el darnos cuenta que la paz, la felicidad, el amor se construye con pequeños momentos que tantas veces postergamos y que siempre incluye a un otro.
Por eso, les deseo algo mucho más pequeño, más accesible, más vital para este nuevo año. Algo que nos haga creer que seguimos evolucionando al convencernos que lo importante son esas pequeñas cosas que se pueden compartir en momentos simples.
Así quisiera que nos decidamos y nos prometamos no postergar más ese encuentro, ese deseo, ese orgasmo, ese beso, esa caricia, esas palabras, ese baile, ese encuentro, ese perdón, ese libro, ese viaje, ese "etcétera" que tanto deseamos. Ojala que este año podamos disfrutar de todas esas cosas simples o de algunas de ellas. Esas cosas que siempre decimos que son esenciales, imprescindibles, importantes y para las cuales, muchas veces o casi siempre, no encontramos el tiempo para vivenciarlas.
Así que, en este 2016, hazte un momento para algo de ello con ese alguien con quien quieres hacerlo y así este año será, definitivamente, una maravilla.



Felicidades y el resto también.





martes, diciembre 22, 2015

Navidad

Se acerca el fin de año y comienzan los festejos, por aquí y por allí. Parece ser que la gente se desespera por encontrarse, mandarse sus cartones virtuales, buscar producir emoción y encontrarse con la familia, amigos o simples conocidos. Son momentos fáciles de realizar por la época y efectivos en conseguir los objetivos. En definitiva no hay muchas pretensiones por parte de nadie como si por unos días nos permitiésemos disfrutar lo que hay con lo que hay.
Efectivamente, la navidad sigue siendo una de las ocasiones que  nadie la cuestiona demasiado como un motivo legítimo para encontrarse. Si, siempre quedan los que mantienen sus convicciones antirreligiosas como una identidad necesaria pero, para la mayoría, la navidad es encuentro con gente y se acabó. El ritual religioso está presente para algunos y para otros es secundario, o ni siquiera existe. Pero lo cierto es que la gente la celebra. Así, se intenta disfrutar con las alegrías y tratar de hacer caso omiso de cualquiera de las múltiples razones que podríamos encontrar para lo contrario. De alguna forma, aceptamos que son una buena razón, creencia, excusa para sentirse acompañado, permitir el ser acompañado, el ofrecer compañía y nada más. Así, se puede decir que la navidad -con fe o sin ella- bien vale una cena con personas cercanas o con las que fingimos cercanía por unos momentos y, permitirnos un rato de infancia disfrutando el romper un envoltorio para disfrutar ese regalo que deseábamos, que nos imaginábamos o los otros, los que nos producen la bella sonrisa de la sorpresa.

Frente a esta simple alegría compartida, ¿para que complicarnos la vida?, pues, disfrutemos con el otro, el que está cerca y que nos da la ilusión o las pruebas de sentirnos queridos. Acompañemos y nos dejemos acompañar y, sobre todo, aceptemos la ilusión de creer y hasta de asumir que esas alegrías simples son la sal de la vida y, valga decirlo, también el azúcar.
¡Feliz navidad!, dicen las tarjetas, los saludos y los carteles. Se me antoja leerlos con esa  historia de celebrar un nacimiento, de un niño
, sea por la fe o por la tradición. Pero un nacimiento siempre es una idea que nos une, es un simbolismo que nos permite compartir en paz una cena, procurando sentirnos cerca de alguien. Esto, sin dudas, bien vale la pena. Quizás por eso, renovamos siempre ese permiso que nos concedemos de sentirnos participes de una celebración que no siempre tiene algo de religioso, pero si mucho de nuestro mejor deseo como humanidad: el deseo ferviente que la vida merece la pena ser compartida con alegría.

Por eso, Feliz navidad con los mejores deseo de....eso lo dejo para ustedes. ¡Que cada uno elija los que mejor les sientan!

lunes, diciembre 07, 2015

Silencios

La vida está plena de silencios. Cohabitamos con ellos y ellos nos permiten universos. No hay como un silencio para definir encuentros, distancias, sentimientos, situaciones. Un silencio es, muchas veces, esa línea que separa lo imprescindible de lo innecesario. Una delgada línea que nos acerca a lo profundo de nosotros mismos y de los demás. Pero también puede ser, el silencio, un flagelo, el castigo brutal que no deja marcas pero desangra. Aquel que nos quita el aire, nos sumerge en la desesperación. 
Por ello silencio es, sin dudas, un arte difícil de manejar. Será porque el silencio es aquel prisma que permite que lo que lo atraviesa se convierta en tantas cosas. Un silencio es pacto, es entrega, es necesidad, es voluptuosidad y, en ocasiones, lo contrario; en su interior puede albergarse el frio de la distancia y la secreta intimidad que pocos elegidos pueden alcanzar.
Hay en el silencio espacio suficiente para manifestar con toda amplitud la virtud y el vicio; el pecado y la redención; el interés y el desprecio. Convive en su sutil arquitectura el diálogo y la negación del otro. No existe, quizás, algo que pueda hacer más esencial el compromiso con el otro que el uso consciente del silencio, en la medida que usarlo nunca acalla ninguna voz. Porque el silencio es válido cuando es decisión, cuando es manejo, cuando es libertad y cuando permite que su existencia sea también bálsamo para el otro y para uno. 
Dejemos que el silencio nos acompañe como una forma más de acercarnos al otro, nunca de alejarnos, de perdonarnos, recibiendo perdón, de permitir que sean la arquitectura donde los sonidos nos deleiten y nos permitan el lujo de estar acompañados.

martes, diciembre 01, 2015

Reacción


Soy hipoacusico. Así, ciertos sonidos, ciertas sutilezas y otras cuestiones musicales, no me han sido revelados, podríamos decir. Es decir, escucho menos que muchas personas. Esa dificultad en el oído produce efecto en muchas esferas, como varios pueden imaginar.
Esto implica que hay un pequeño universo al que no accedo. Un universo al que otros acceden sin tanta dificultad. Esa limitación, muy concreta, existe y forma parte de mi forma de percibir el mundo. Ahora bien, eso que está dentro de mi cotidiano no es, para muchos, algo ni evidente ni, en algunos casos, ni un problema. 
Pero lo cierto que, como dije, varias cosas de lo que los demás pueden decir o disfrutar, está realmente fuera de mi alcance auditivo. No se trata, en este caso, de “hacer un esfuerzo”, sino que ciertas cosas están fuera de mi capacidad fisiológica de escuchar. Es decir, por más que me digan que escuchen ciertos sonidos, varios de ellos se me escapan. Alguno de ellos muy altos para mis interlocutores. Me pueden pedir, por lo tanto, que escuche algo y no podré hacerlo. Esto independiente, en muchas ocasiones que el pedido ser hecho con mucho cariño, con mucho desprecio, con mucha bronca o con mucho amor. Esto, no es simplemente, sino que más allá de toda la intención de quien me exige, pide o ruegue que reaccione y escuché, en eso no podré reaccionar. Es más, aunque lo desee con toda el alma no podré hacerlo, porque hay ciertos sonidos que no existen para mi oído. 
Todos pueden ver, seguramente, como evidente lo que estoy diciendo. Lógicamente, porque las limitaciones físicas –la hipoacusia no tanto, por lo general tengo que anunciarla o mostrar mis audífonos-. siempre parecen más comprensibles que otras situaciones. Sobre todo aquellas que están ligadas al comportamiento. Como, por ejemplo, cuando frente a una persona deprimida le gritamos, le pedimos, le suplicamos, le rogamos, le insistimos en que reaccione y haga algo por nosotros o por el mundo y esa persona no reacciona. Este es uno de los ejemplos que podemos mostrar, de esta forma de no-reaccionar.
Es verdad que algunas personas tienen la capacidad de reaccionar y un buen sacudón es esencial para romper la inercia y conseguir el movimiento que uno desea. Esto no lo discutimos. A algunos les viene bien esa sacudida. Esto se puede notar en mi caso, por ejemplo, cuando en ciertos momentos prefiero no escuchar o, sobre todo, no hacer el esfuerzo para escuchar. 
Es decir que obviamente, hay veces que no puedo reaccionar, a veces que prefiero no reaccionar y otras que no sé reaccionar y, seguramente, otras que no me animo a reaccionar. ¿Qué debe hacer uno frente a eso? Sacudirme es una de las opciones. Eso es obvio. Como también lo es que no es una buena opción para todos los casos. 
¿Cómo elegimos que hacer? Conociendo al otro, uno estaría tentado a decir. En realidad, lo dinámico de las cosas hace que la respuesta no sea tan lineal. Creo, realmente, que muchas veces es necesario dos cosas: la primera acompañar al otro del modo que necesita y no del que pensamos que es mejor y, la segunda, saber que al elegir cualquiera de nuestras opciones podemos acertar y equivocarnos. Está bien que sea así en la medida que somos capaces de volver sobre nuestros pasos. Definitivamente, hacer reaccionar es mucho más fácil que acompañar al otro. Lo primero necesita, a veces, solamente nuestro dolor; lo segundo, exige siempre nuestra ternura.

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