domingo, agosto 14, 2016

Olvido


Olvidar es parte de la vida. No podemos recordar todo. Nuestra mente – en realidad nuestro cerebro- elimina con ritmos diferentes muchos de nuestros recuerdos y el olvido aparece como casi fisiológico (Estamos hablando de lo que no es patología, valga aclararlo). Luego, la memoria se toma licencias sobre esos recuerdos y, en ocasiones, invade nuestra vida con símiles de aquellos, ya sea utilizando reminiscencias prestadas, imaginadas o literarias.
Sin embargo, hay recuerdos que resisten al olvido, vale decirlo, algunos a pesar nuestro. Más allá de lo que hoy se sabe, lo cierto que cada persona teje con ellos redes donde quedan resguardados sus tesoros, algunos verdaderamente valiosos para compartir y otros, simples bagatelas de poca monta. Cada cual atesora como quiere, como puede, como sabe. A veces, se acumulan en los recuerdos vivencias desagradables, cosas que nos atemorizan, nos asustan y nos limitan. Otras, aquellas que guardamos como guías para poder buscar el vivir de nuevo esas sensaciones. Lo cierto que, de un modo u otro, la memoria juega con sus propias reglas, eso lo sabemos.
La pregunta que no pocos nos hacemos es ¿Cómo recordamos dos personas la experiencia compartida? Cuando se ha compartido una vivencia muy intensa, fuerte, que emociona, de esas que conmocionan, ¿cómo la recuerdan cada persona que la ha vivido? No hablemos de situaciones muy dramáticas de esas públicas que, lamentablemente, siguen llenando noticieros. Estoy hablando de, por ejemplo, una relación que se termina, una discusión entre amigos, un enfrentamiento fraternal, una ruptura familiar, un desencuentro pasional. Como recuerda cada uno de las personas lo que ha pasado, es una de las inquietudes que, a veces surgen. En todos los casos. ¡No! Sólo en quien todavía lo vive o, mejor dicho, cuando todavía lo sufres.
Cuando aún sufres la distancia, la indiferencia de la otra persona te preguntas y das vuelta sobre lo mismo: ¿él/ella recordará lo que me juraba, todavía se emocionara con aquello que compartía? ¿Aún atesorara lo que dijo que atesoraría? ¿Seré todavía tan importante para él/ella como juraba entre miradas y otras cosas?

Son preguntas que significan dos cosas: la primera, que la otra persona –él o ella- aún es importante en nuestra vida, aunque esté ausente. Lo segundo, que una o dos conversaciones están faltando. Para lo primero, cada uno lo maneja como puede. Para lo segundo, habrá que descartar esas obsesiones que uno tiene sobre lo perdido. En definitiva, el olvido, tan humano, siempre es individual, mal que nos pese. Por eso, siempre nos interpela de diferente manera. Tal vez por eso, también debemos pensarlo de una manera más inclusiva del otro.

domingo, agosto 07, 2016

Intimidad


La teoría del amor que desarrollaron unos psicólogos americanos habla que el amor está constituido por tres elementos: la intimidad, la pasión y el compartir. Estas son las tres aristas que definen lo que ellos llaman el triángulo del amor. En función de cuáles y cuanto están presentes se podrían definir los diferentes tipos de amor posible.
El primero, como mencionamos es la gloriosa y majestuosa intimidad. Es, sin dudas, una instancia única, tan personal que sólo uno puede compartirla, o debería ser siempre así. La intimidad es mucho más que desnudez, o que la entrega, es una convicción. Es ese instante donde uno entrega lo que considera valioso –aunque sea efímero- a otro que lo reconoce como par, como necesario, como imprescindible, aunque sea fugaz su paso. La intimidad resulta del “aquí” y “ahora” que se renueva, posiblemente, en el cotidiano y que aún si hacerlo se eterniza en la memoria vivencial, donde se crean los vínculos.
La intimidad es ese momento en el que nos permitimos creer en el otro más allá de toda racionalidad, aunque nos podamos equivocar en eso. La intimidad necesita algo tan personal que sólo puede ser reconocido por uno mismo. Puede ser desnudez, pero no necesariamente. Uno puede estar siempre desnudo y no tener intimidad. Hay una confianza, pero no es lo que define a la intimidad. Es habitual que haya sentimientos profundos –hasta amor- pero no es inherente a la intimidad, aunque sin intimidad no hay amor posible, se puede decir como también se puede decir que por más que haya intimidad puede no haber amor.
La intimidad es una cualidad humana, es esa instancia en la que el encuentro con el otro se abre a la eternidad fugaz que podemos escribir los humanos. Por ello, aún sostengo, que un momento –la verdadera medida del tiempo del ser humano- es ese instante de intimidad que compartimos.
Si pensamos en la intimidad que compartimos y que compartieron con nosotros podemos reconocer que algunas de ella quedaron en el pasado ya pasado, otras en ese pasado que ansiamos que sea futuro, otras, las menos, necesariamente, en ese pasado que hacemos presente como deseo, convicción, necesidad y placer.
Cada uno sabrá cuántos momentos disfrutó. Cada uno sabrá cuáles quisiera repetir, olvidar, eternizar. No todos sabrán cómo hacer para que esos momentos se reproduzcan pero todos podemos aprender a hacerlo.
Sea de un modo u otro, si estoy convencido que el camino a la felicidad –nunca lineal- pasa por nuestra capacidad de hacer que la intimidad sea ese tesoro que disponemos por el sólo hecho de compartirlo. 

lunes, agosto 01, 2016

Sorpresas


La vida está llena de sorpresas, se dice habitualmente. Sin embargo, generalmente ni aprendemos a manejarlas, ni a utilizarlas, ni a disfrutarlas. La sorpresa pensada como el ofrecer algo distinto, inesperado, que genere un impacto en el otro es, todavía, una difícil pieza humana. Si pensamos bien, sorprender al otro conlleva demasiados elementos excesivamente importantes: implica tomar riesgos, dejarse llevar por la inspiración, creer en el conocimiento que tenemos del otro, desafiar a la comunicación como respuesta cierta, permitirnos ser un poco niños. Por supuesto, estoy hablando de la verdadera sorpresa y no de esas cosas que maquillamos un poco con el acuerdo del otro para llamar sorpresas.
 Sorprender es un lujo que no siempre nos permitimos. Es imaginarnos algo que pueda producir el deleite y dejar que fluya espontáneamente la reacción que produce. Sorprender no quiere decir acertar, sino arriesgarse. Cuando nos permitimos sorprender a alguien estamos dejando que nuestro mundo sea un poco mejor o intentarlo de manera concreta.
 Ahora bien, no caigamos en la errónea simplicidad de creer que sorprender es fácil. Hacer algo inesperado siempre parece fácil. Pero sorprender no es sólo eso. Es hacer algo que sacude a la otra persona. Valga aclarar que estoy hablando de las sorpresas que nos acercan más y más al otro, esas que son capaces de emocionar de manera profunda, esencial y sincera (Si, lo sé, hay sorpresas desagradables, pero esas, las dejemos para otro momento).


Sorprender es más que abrir la caja de lo desconocido o hacer presente a lo conocido en el momento menos aguardado. Sorprender es poner sobre la mesa ese puñado de emociones que creemos que siguen siendo lindas como flores del bosque. Pero, debemos recordar que la sorpresa tiene dos aspectos bien distintos aunque irremediablemente ligadas: lo que hago, lo que la otra persona recibe.
 Yo puedo imaginar como sorpresa cualquier cosa que considere que lo es. Puedo poner mi mejor intención en hacerla realidad y darla, ofrecerla a la otra persona. Es posible que eso, que tiene mi mejor entusiasmo, quizás mi mejor sentimiento, no sea capaz de producir en el otro la sorpresa inmemorable que yo esperaba. Efectivamente, quizás, no coincidan mis intenciones con las de la otra persona o, tal vez, el momento no permita vislumbrar el alcance de mi entusiasmo o, simplemente, no conozco a la otra persona. Si esto parece trágico no lo es al lado de la verdadera tragedia en la que nos sumimos las personas. No permitirnos decir que esto o aquello no es una sorpresa para nosotros, sin que sea tomado como una afrenta al entusiasmo de quien la produce.
 Quien buscar sorprender, valga aclarar que estamos hablando siempre de las positivas, gana por su intención de hacerlo. Bien pagado está su esfuerzo en el permitirse un momento de fascinación, de niñez, de ternura, de alegría. Quizás, ello repercuta en esa sagrada intención de sacudir de forma pletórica al otro. Bienaventurados los que lo consiguen, pero, sin olvidar que el logro está en el intento sincero, maravilloso de ofrecerlo.

Ahora bien, también nos permitamos el sorprendernos. Descubrirnos como un infante que descubre una cosa simple y con eso permite que su mundo se llene de fantasía, de ilusión, de alegría. Si, dejemos que ese "de vez en cuando la vida" nos sorprenda. La vida que es una forma simbólica de decir que el otro lo haga. 
La sorpresa no es la felicidad pero vaya que puede balizar bastante bien el camino donde estaría.

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