
Thomas Hobbes afirma que «el hombre es un lobo para el hombre». Una metáfora que no quita que sigamos siendo seres humanos –lo que implica un salto cualitativo en la evolución, un salto irreversible-. Pero lo cierto que existe una parte en que la metáfora es válida, a pesar nuestro. Los lobos huelen algo en las presas que les permite orientarse a aquellas que tienen el menor riesgo para ellos. No elijen cualquier presa, huelen aquella que tiene la fragilidad cierta, la debilidad inherente, la incapacidad de defenderse en el mismo plano que ellos. Es decir, no se exponen voluntariamente a recibir una golpiza o la muerte.
En los seres humanos también pasa eso. La gente no huele la sangre pero si huele la baja-autoestima. La huele en todos lados –sea consciente o inconsciente- y al hacerlo se aprovecha. Ataca de la forma que aprende y que sabe que ganará. Desde pequeño se aprende ello. El niño/a aprende casi instintivamente –el ser humano siempre es cultural y no natural- donde y como influir sobre sus familiares y de quien aprovecharse –en un sentido ingenuo pero no menos eficaz para sus intenciones-.
Estimular la estima en los demás nos expone, indudablemente, pero también nos hace esperar -con real convicción- que nuestra humanidad se supere. Tal vez, sea el camino que nos falta desandar para hacer que el amor no sea sólo un comodín para paliar nuestras diferencias sino una posibilidad real de encuentro con el otro.