jueves, junio 23, 2011

Exorcizar nuestros demonios

La vida es un andar muy largo. Un andar donde –ojalá sea así para todos- nos encontramos con muchas personas, donde saboreamos diversas sensaciones, donde nos permitimos y sufrimos muchas emociones, donde nos presentamos y descubrimos de variadas formas; un andar donde aprendemos, ganamos, perdemos, encontramos, damos, recibimos, olvidamos, perdonamos, agradecemos y más. En ese andar, un buen día nos damos cuenta que hay personas que nos hacen bien y otras personas o situaciones que nos hacen mal.
Ni siquiera digamos que esas personas sean buenas o malas –aunque las haya, sin dudas-. Simplemente digamos que hay personas que nos generan una sensación espantosa que nos perjudica, que nos hace daño, que nos limita, que nos impide lo mejor que tenemos, aún cuando nos demos cuenta rápidamente de ello, aún cuando creamos que no es así. Personas que con su presencia (sea por ella, sea por las circunstancias que lo rodean, sea por lo que permitimos o por lo que nos prohibimos, en definitiva, sea por lo que fuera) induce, genera o facilita un efecto que nos maltrata en alguna parte. No hablemos de la intención de esa persona, simplemente que la química que nos produce, por alguna razón, nos “incendia”.
A veces, lo señalemos, no son las otras personas, sino nuestras propias limitaciones, miedos, inseguridades, incapacidades o carencias. Esas que hacen que seamos vulnerables. En resumen, estamos hablando de eso que nos produce situaciones que nos hacen daño, sea por el otro, sea por nosotros mismo en contacto con esas personas. Para representarlo mejor digamos, resumiendo,  que todos y todas tenemos nuestros propios demonios, llamando así a esas personas que nos generan una química caustica, o ponen en evidencia esas zonas, que todos tenemos, que son inflamables y que se potencia su sensibilidad en el contacto y/o relación con ese otro.
Esos demonios que –muchas veces no son las personas sino el efecto que nos produce- debemos exorcizarlos de nosotros. Es decir procurar reconocerlos y luego de ello expulsarlos de nuestro entorno.
Pero esta cara de la moneda también tiene, obviamente, la otra faz: no nos privemos de las personas que nos hacen bendecirnos por estar vivos. Esas, si podemos, no dejemos que dejen de estar. Cuando nos damos cuenta de esas personas o situaciones, tratemos de hacer que se multipliquen o simplemente que estén en la dosis que sea necesaria para nosotros y para ellas. Quizás, esa sea una clave que nos facilite el camino a la felicidad, que nace en uno y que, sin dudas, siempre es compartida.

1 comentario:

  1. Anónimo10:47 p.m.

    Dosificando vínculos...es eso posible? De quienes nos hacen mal, estamos de acuerdo en que necesitamos desintoxicarnos,o "exorcizarnos" como dices. Pero yo creo que de quienes nos hacen bien merecemos la totalidad, la "dosis máxima" siempre. Eso implica distintas cosas de acuerdo al vínculo que se trate, por supuesto... En el fondo, lo que quiero decir es que el amor no se racionaliza en ningún caso, pues fluye en la cantidad justa, y esa cantidad se debería entregar entera. Quien es sano, quien es capaz de establecer vínculos saludables, pragmatiza el amor en actos, en vivencias y proyectos compartidos; es capaz de hacer que los sentimientos (que pertenecen al mundo interno) sean congruentes con las acciones y el modo de vivir las relaciones (evidencias de aquel sentimiento en el mundo externo -o compartido-)...
    Pero sí, claro que sí, ¡afuera demonios!, ¡bienvenida la alegría!

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