viernes, julio 20, 2012

Día del amigo


Hace tiempo que he admitido que no soy afín a las fechas que recuerdan alguna cosa. Los famosos   “días de…”. Esto es, porque creo que esos días obligan y no liberan. Uno se encuentra, en esas fechas, en la estúpida encrucijada de optar por lo sincero o dejarse llevar por la idea común pregonada por los negocios. Entonces, uno termina diciendo lo que siente, pero sin el valor de lo espontáneo y, a veces, valga decirlo, sin lo sentido. Es aquí donde, para mi, fracasan estrepitosamente esas fechas. La del 20 de julio, llamada “día del amigo”, no es la excepción. Aunque aceptemos, todos tenemos amigos y amigas (ojalá, la soledad total sería lo contrario).
Pero volvamos a la idea que quiero contarles “somos amigos” suena como una sentencia. Una sentencia que se define en dos casos: la primera, cuando se habla para el palco, cuando la publicidad nos obliga (el marketing que le llaman). La otra, cuando no se la habla sino que se la vive. La primera se convierte en una obligación, la segunda en fruto del compromiso real y constante.
Siempre consideré que la amistad es algo que surge entre las personas cuando las circunstancias iniciales, las que permiten iniciar vínculos, desaparecen. Por decirlo de otro modo: en vacaciones todos somos amigos. Pero, lo que importa, es cuando esa situación termina y comienza el día a día, aquellos que hacen que los pequeños o grandes problemas aparezcan. Ahí, en esos momentos, es cuando la amistad toma su verdadero color y el resto se desvanece. O sea, podríamos decir como un primer "axioma": nunca hables de amistad en medio de circunstancias fortuitas.

Lo segundo que asumí, es que la amistad no es la fórmula del acuerdo, sino de la aceptación de la diferencia. Pero, atención, no hablo de aceptar defectos como santos. Todo lo contrario. Voy más lejos aún, hablo de hasta criticar los defectos con vehemencia, eso es amistad. Ninguno de mis amigos dirá que yo canto bien, es más dirá que ¡ni se te ocurra cantar!
La aceptación de la diferencia implica saber, con claridad, que se puede contar con el otro, a partir de cada una de nuestras limitaciones. Así, tengo amigos con los que no puedo hablar, tal vez como me guste, con la intención de ser deliradamente profundos. Pero sé que ellos, sin tener que recurrir a ninguna concepción filosófica, son capaces de hacer por mí lo necesario. Algunos toleran mis devaneos epistemológicos, por llamarlos de algún modo, otros hasta se ríen de ellos, pero todos me ofrecen a cambio el equilibrio, la confianza y el “estoy presente”.
  Ser amigos es un estado de la existencia. No tiene que ver con fechas, aunque recordar algunas es simpático y positivo. Ser amigo tiene que ver con la complicidad, con la tolerancia, con lo previsible, con la compañía, con las limitaciones, con las diferencias, con el sentimiento. Un poco de todo eso y más. Una amistad es uno de los pactos reales que aún nos permite reconocernos como humanos: necesitados del otro, dispuestos al encuentro, buscadores del diálogo, amantes del placer, conscientes de las limitaciones, capaces de lo sublime, deseosos de la alegría, débiles en la tristeza. Poder ser amigos en su forma real, la única, es elaborar un canto de esperanza, más allá de la violencia que aún gobierna nuestras vidas.

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