Leo una columna sobre el
erotismo virtual. En ella se cita a otro columnista de Boston, Richard Kearney
con su editorial “Losing our touch”. En definitiva me quedo con la idea de la
importancia del tacto. Pienso en el tacto como caricia. Esa que nos permite desde
la inocente caricia que muestra el cariño maternal hasta aquella que nos
muestra la satisfacción del encuentro amado. Pero si pongo como extremos estos
dos no quiero hacer economizar en la cantidad de caricias que podemos generar.
Si uno piensa un momento seguramente encuentra muchas caricias realizadas y
hasta puede identificar en ellas, una variedad de sentido, expresiones, deseos,
sentimientos, intenciones.
La caricia, la artesanía del
tacto, es mucho más que un gesto. Siempre es un vocabulario expresando, tal
vez, la idea más simple y compleja de la humanidad: el otro no sólo existe sino
que nos permite la existencia.
He sostenido varias veces que es
el momento el tiempo que mide nuestra humanidad. El momento como intimidad compartida con el otro, profunda o circunstancial. Ese momento, seguramente, se
puede medir en la capacidad que tenemos de ofrecer y recibir una caricia, no
como otra cosa que como el gesto que nos hace transitar la distancia infinita y
necesaria con el otro y, al hacerlo, nos permite la mágica posibilidad efímera,
pero, quizás constante, de saber que siempre el otro puede estar cerca.