miércoles, julio 25, 2018

Sobre el "conmigo no cuenten"

De repente nos equivocamos, pero no por eso nos damos cuenta rápidamente. Lo hacemos sin pensarlo o, sobre todo, pensándolo mal. Creemos que sostenemos una premisa simple, contundente y clara y que ella avala una forma de pensar y una profesionalidad. Pero, como en ocasiones puede pasar, cegados por una idea nos olvidamos de la construcción del pensamiento y terminamos con una contradicción para nuestro espíritu, nuestra mente y nuestro accionar. No es el problema grave en sí mismo, el riesgo mayor radica en el tiempo que demoramos en rectificar, arrepentirnos y corregir el daño que hicimos, a pesar o, sobre todo, por nuestra llamada buena intencionalidad.
Aunque esto vale para todo, me surge como idea a partir de eventos relacionados con la discusión de la despenalización del aborto y los caminos frente a ello. Estar en contra del aborto por las razones que sean (llamadas humanas, ideológicas o por creencias) es algo que le sucede a muchas personas. En este tema, está ya claro que el cambio de posición no pasa por el debate, sino, a lo sumo, por circunstancias (tal vez por eso, muchos insisten en describir casos personales o tragedias particulares). En definitiva las circunstancias son las que van surgiendo en eso que se llama vida, la cual al transitarla, nos permite adquirir nuevas formas de ver las cosas o, quizás no; aunque siempre serviría para reafirmar que somos seres pensantes o deberíamos serlo la mayor parte del tiempo. Quienes están a favor o en contra de la despenalización del aborto están convencidos que ese tema es una opción por la que vale la pena jugarse un poco mucho, o, para ciertas personas, hasta el extremo. En eso, hay que ser tolerantes con los que piensan diferente, lo dicen y lo expresan sin dudar y esperar que los demás tengan la misma gentileza con los que disienten. Mundo mágico, pensaría.
Pero, en esta ocasión, no pasa por allí mi razonamiento. Pasa por el deber y el derecho que tiene un profesional de la salud de hacer frente a lo que le produce sufrimiento a alguien y al esfuerzo que debe intentar hacer, cuando la situación lo supera, para brindar el confort necesario, el apoyo crucial y la posibilidad de aligerar el sufrimiento derivando a quien pueda intervenir. Nadie está obligado a hacer lo que no sabe, pero derivar si es algo que todos podemos hacer. Aun cuando uno no puede tratar la situación porque no está en condiciones de algún tipo para hacerlo (desde limitaciones técnicas, hasta de conocimiento o, en este caso particular, de objeción de conciencia), su accionar está regido por un compromiso con esa persona, establecido por códigos deontológicos, por la llamada vocación de servicio, por el mentado juramento hipocrático o simplemente porque la ley nos obliga a eso. Un médico, por ejemplo, tiene esa posibilidad cierta de saber que su palabra, cuando acoge a alguien en situación de “detresse” (el francés tiene esa palabra tan intensa, que es más que sufrimiento) es una encrucijada que genera una situación que nos excede por lejos. No siempre sabemos manejar esas situaciones, pero sabemos reconocerla en ocasiones.
Anunciar a los cuatro vientos, con supuesto orgullo, a las pacientes reales o potenciales, que estén cursando una situación difícil (personas que hasta pueden no saber lo que es correcto o no sino que viven ese evento con desesperación), que con ese profesional de la salud no pueden contar, no es ni ético, ni moral, ni profesional. No implica que tengan que hacer frente a eso a pesar de sus convicciones. Sino que anunciar que no están para ellas es un ultraje grosero al juramento que se empeñan en utilizar como argumentación. Efectivamente, esas personas tan convencidas de su credo anuncian que no son capaces de acoger a la paciente, darle confort, solidaridad y, hasta, opciones sanitarias o sociales mejores que las que tiene.
Esos médicos, que anunciaron “conmigo no cuenten”, han vejado con ese anuncio su famoso juramento, que no es por apolo, sino por quienes crean. Aún peor, me parece, es qué los comités de ética y sus señoriales miembros, qué el sistema de salud que apoya a los “humildes”, que las instituciones que se tomaron la exagerada atribución de hablar en representación de todos sus miembros, que ninguno de ellos no les llame la atención y les diga, mantengan su convicción sobre las “dos vidas”, eso no discutimos es más, en ocasiones, lo apoyamos, pero no cometan el error de anunciar que van a escabullir la responsabilidad que les cabe como médicos: recibir al que sufre y ofrecerles el famoso, no curar, sino consolar siempre.
La ética real, la que interesa, la que sirve, la que nos hace falta, no es la de las majestuosas cosas irreales, sino la que hace que hagamos frente a estas situaciones. ¿Dónde están, ahora, cuando es imprescindible, esas voces que no sostienen otra cosa que una verdad: ayudar al otro no es opcional, no es algo que podemos dejar de lado porque el deber nos llama nos incomoda?

Ser sensatos no implica defender lo contrario a nuestras convicciones pero allí es donde deberíamos revisar las convicciones que rigen nuestro andar: porque la incoherencia con nosotros mismos es una de las plagas que vemos en quienes, se supone, son más eruditos y eso debería ser celosamente protegido y denunciado.

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