viernes, septiembre 24, 2021

El tacto


Hace unos seis años, leí una columna sobre el erotismo virtual. En ella se planteaba la dificultad que existía en la actualidad, paradójicamente, para el contacto y como este se estaba mediatizando por lo digital. Esto dicho mucho antes de la pandemia, situación que nos obligó a hacerlo casi masivo por razones diversas. Valga recordar que la pandemia aún no se terminó, aunque nos cuesta tanto aceptarlo.

Volviendo a nuestro tema, en la mencionada columna se citaba a otro columnista de Boston, Richard Kearney, con su editorial “Losing our touch”. Este autor plantea que “el tacto

conoce las diferencias […] es la fuente de nuestro poder más básico para discriminar. […] Nuestra primera inteligencia es el refinamiento sensorial. Y esta sensibilidad primordial es también la que nos pone en riesgo en el mundo, exponiéndonos a la aventura y al descubrimiento”. Sin dudas que la pandemia nos dio otra prueba más de ello. Por ello nos costó tanto, porque el contacto físico, el uso del tacto sobre otras personas, nos faltó y, en ocasiones, nos incitó a razonar casi mágicamente para obviar la importancia del distanciamiento social. El tacto nos obligaba a razonar como sea para poder resolver el dilema: No podemos tocar, pero necesitamos hacerlo. Nos hace falta sentir por el tacto al otro.

Sin dudas que eso se basa en una certeza: el tacto para el ser humano tiene algo de imprescindible, como nos refiere el filósofo americano. Particularmente, me quiero detener en el tacto como caricia, lo que incluye un amplio abanico de opciones. Desde la inocente caricia que muestra el cariño maternal hasta aquella que nos muestra la satisfacción del encuentro amado. Pero si pongo como extremos estos dos ejemplos, no lo quiero hacer para economizar sobre la cantidad de caricias que podemos generar y que cada uno puede sentir. Así, si uno piensa un momento, seguramente encuentra recuerdos y vivencias de muchas caricias realizadas y hasta puede identificar en ellas, una variedad de sentidos, expresiones, deseos, sentimientos, intenciones.

La caricia es la artesanía del tacto porque es mucho más que un gesto. Siempre es un vocabulario expresando, tal vez, la idea más simple y compleja de la humanidad: el otro no sólo existe, sino que nos permite la existencia. He sostenido varias veces que es el momento el tiempo que mide nuestra humanidad. El momento definido como la intimidad compartida con el otro, profunda o circunstancialmente.

Seguramente, ese momento se puede medir de muchas maneras, lo podemos hacer con cualquier gesto que ponga en evidencia el encuentro con otra persona. Hoy se me ocurre pensar en una medida: la capacidad que tenemos de ofrecer y recibir una caricia, no como otra cosa que como el gesto que nos hace transitar la distancia infinita y necesaria hacia el otro y, al hacerlo, nos permite la mágica posibilidad efímera, pero constante, de saber que siempre el otro puede estar cerca, al permitirla. Porque siempre en todo encuentro que sea posible, el consentimiento es la medida del encuentro.

Ahora bien, en esta pandemia, donde hemos tenido la obligación de controlar los acercamientos, de medir las distancias, de evitar el tacto como una forma de preservar la salud, todo ello no nos ha hecho olvidar, ni dejar de necesitar el tacto. No por el tacto en sí mismo, sino porque el otro es importante. Comprenderlo, quizás nos permita recordar que decir lo que sentimos, expresar lo que necesitamos, contar lo que deseamos, o sea verbalizar nuestras necesidades, nuestros deseos, nuestros ofrecimientos, no reemplaza al tacto, pero si revindica lo mismo, al otro, el que está allí, ese que es importante para uno, y, con esto, aparece la otra obviedad: nosotros también somos ese otro para alguien.

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