sábado, enero 26, 2013

Locura




A mi padre le decían el “loco”. Había en ello algo de orgullo y de envidia. Nunca vi a mi padre haciendo ninguna locura, ni diciéndola. Jamás de los jamases mostro alguna duda, ni por asomo, de su cordura total. Fue inteligente, tal vez demasiado, fue culto y, lo maravilloso, fue simple en el trato. Esta es mi verdad y, aseguro, la de muchos que le conocieron. Entonces, ¿Por qué ese apelativo? Encuentro una respuesta que me sirve (como a muchos le debería servir) en unas líneas de un libro que se llama “G” de John Berger. El autor dice: “Umberto denomina locura a aquello que amenaza la estructura social que garantiza sus privilegios. (…) Pero la locura también representa la libertad con respecto a la estructura social en la que está encerrado”.
Oh, entonces la locura pasa a ser un prodigio y, lo digamos, también un suplicio. La gente necesita saber que lo que le rodea está bien y es adecuado porque le da privilegios, le permite ser algo. Cuestionarla –aunque uno se equivoque en los cuestionamientos- siempre conlleva el riesgo de ser tildado de “loco” y esto no es simple poesía y algo menor sino todo lo contrario. Ese apelativo tiene consecuencias muy pragmáticas en la vida y en cómo se organizan las relaciones. Al “loco” siempre se lo ve diferente, se lo trata diferente y, tarde o temprano, se lo quiere normalizar, aunque sea excluyéndolo, apelando a lo que no se entiende.
Mi padre no era un revolucionario si se piensa en los términos de los locos aventureros; tampoco era uno de esos locos lindos que animan las fiestas ya que hacen lo que los demás no se animan a hacer pero si esperan el espectáculo. El, simplemente, seguía sus convicciones, sus ideas, se apasionaba con tantas cosas y, sin embargo mantenía también los pies en la tierra. De un modo muy real. Era, para mí, una síntesis del poema Si (If, en el original) de Rudyard Kipling. Para lo que no lo conocen, bien vale hacerlo. Helo aquí:

Si puedes mantener la cabeza cuando todo a tu alrededor
pierde la suya y te culpan por ello;
Si puedes confiar en ti mismo cuando todos dudan de ti,
pero admites también sus dudas;
Si puedes esperar sin cansarte en la espera,
o, siendo engañado, no pagar con mentiras,
o, siendo odiado, no dar lugar al odio,
y sin embargo no parecer demasiado bueno, ni hablar demasiado sabiamente;
Si puedes soñar-y no hacer de los sueños tu maestro;
Si puedes pensar-y no hacer de los pensamientos tu objetivo;
Si puedes encontrarte con el triunfo y el desastre
y tratar a esos dos impostores exactamente igual,
Si puedes soportar oír la verdad que has dicho
retorcida por malvados para hacer una trampa para tontos,
O ver rotas las cosas que has puesto en tu vida
y agacharte y reconstruirlas con herramientas desgastadas;
Si puedes hacer un montón con todas tus ganancias
y arriesgarlo a un golpe de azar,
y perder, y empezar de nuevo desde el principio
y no decir nunca una palabra acerca de tu pérdida;
Si puedes forzar tu corazón y nervios y tendones
para jugar tu turno mucho tiempo después de que se hayan gastado
y así mantenerte cuando no queda nada dentro de ti
excepto la Voluntad que les dice: “¡Resistid!”
Si puedes hablar con multitudes y mantener tu virtud
o pasear con reyes y no perder el sentido común;
Si ni los enemigos ni los queridos amigos pueden herirte;
Si todos cuentan contigo, pero ninguno demasiado;
Si puedes llenar el minuto inolvidable
con un recorrido de sesenta valiosos segundos.
Tuya es la Tierra y todo lo que contiene,
y —lo que es más— ¡serás un Hombre, hijo mío!

La locura, en estos términos, implicó siempre la opción que escogió, un universitario bajo ese lema de “pedes in terra ad sidera visus”. Lo vivió así, a pesar de los demás pero sin la intención de hacerlo en contra de nadie. Pero claro, era mi padre.

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